Laplace excluyó a Dios de su modelo cosmológico porque no era una hipótesis necesaria. En estos días, los partidos políticos españoles parecen aprender de repente que los votos que no les escogen no son votos que hayan de desechar en el vertedero de sus ideales. Confrontados entre el pacto y el aferramiento a unos principios nebulosos a medida que la realidad y los ciudadanos los refrendan o rechazan, nadie parece perder la ocasión de identificarse con un bien supremo metapolítico que, de triunfar, suprimiría el engorroso trámite electoral. Es el discreto encanto del autoritarismo.
Nadie lleva más lejos esta estrategia que la inefable Esperanza Aguirre. Jugando a ser liberal y con el ansia del poder supremo, sabe que necesita ganar para asaltar la cumbre de su partido. Y si no lo hace, arroja el capital del mismo a la cabeza de sus rivales en maniobras insensatas. Porque es alguien desesperado y derrotado, y sabe que sin poder se debilitará como el tiburón que cesa de acechar. Ha buscado cualquier forma de populismo posible, liberal, conservador, tecnológico, clasista. Ha confundido su apocalipsis personal con la defensa de la tradición democrática occidental. Morirá tratando de matar. Y lo hará porque ignora que, en política, como en el fútbol, solo cuenta ganar, pero hay formas y formas de perder. Se desconoce cual es la democracia occidental en la que el candidato derrotado insulta al ganador y a los que le votan. Y ninguno de sus corifeos parece haberle dicho nunca que en la política española está lejos de ser una hipótesis necesaria.