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miércoles, 31 de julio de 2013

31 de julio, 2013.

10 horas en una oficina tienen cierta similitud con una lluvia lenta y pesada, que empieza imperceptible y acaba calando. Quizá la similitud fuera más original de no haber alternado la mayoría del tiempo entre una pantalla y una ventana poco apacible que mostraba la lluvia maltratada por el viento. Después, nos animamos a tomar una cerveza y relajarnos hablando de las vidas cruzadas, el injusto trato del mérito, las dificultades que para todos alguien puso en nuestro camino y la justicia o su falta. Kierkegaard dijo que la fé es el coraje de sostener una duda. Sin embargo, uno piensa que Dios existe (en el sentido en el que centra la vida de tantas personas) también como una súplica de reparación, una protesta angustiosa ante el desorden radical del mundo, en el que siempre parece vencer lo incorrecto.Y cuando pasan las cosas hermosas, muchas veces nos pareciera una mentira o una burla.

 Hemos acabado la cerveza y cada mochuelo regresó a su olivo. En fin, quien vio un día desde el alba al ocaso, los vio todos, creo haber leído en las Meditaciones. El día no ha llegado a su ocaso, pero se va oscureciendo y la lluvia marca los minutos con su ritmo sombrío. Que cada hora traiga su propio afán. A veces, muchas, la complejidad es un artificio que aleja del orden natural de las cosas, el paseo, la tierra, el cultivo, la voz, la artesanía. Sin olvidar que saber que se proyecta, o proyectaba, una inversión de 600.000 € para un "Centro de interpretación de las caras de Bélmez" justifica por sí solo la invención de internet. Y una plaga divina.

Dundalk se va apagando lentamente, como un animal que vuelve a su pequeño refugio y se ovilla para ganar su descanso.



martes, 30 de julio de 2013

La identidad y la urraca. A modo de hola.


El verano acabó antes de agosto, con la discutible promesa de volver (al menos en Dundalk). Las nubes parecen sostenidas desde las esquinas de Irlanda por hilos o alambres intangibles y ni moverse parecen, ondulan escondiendo un sol blanco y la claridad es silenciosa. En mi jardín hay una urraca, quién sabe si buscando alguna joya para llevarla a su nido y que algún detective resuelva el misterio de una casa señorial trastornada por un ladrón imprevisto.

Pero no. Esas familias y esas casas ya no existen salvo en papeles cada vez más amarillos y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, nuestras pesquisas y preocupaciones versan sobre cuentas de banco y comisiones. La urraca se ha posado en una verja, acaso mirando ese sol que refleja un resplandor tan raro, soñando robos a gran escala. Quizá si estuviera en España, se lanzaría sin pensarlo, sabiendo que nunca faltan voceros para los deshonestos ni portavoces para los delincuentes, más audibles y tajantes cuanto más indefendible es la causa por la que arriesgan sus gargantas. Parece que empezar a sentir las raíces en una tierra lejana implica un viaje mental y comparación continua entre todo lo que acostumbrabas y todo lo que descubres. Y a menudo el espejo cambiante te devuelve asociaciones, coincidencias asombrosas. Y se convierte en un fuego sagrado en el que ves muchas más cosas de lo que parece, venidas de algún otro lugar lejos de las fronteras físicas, tan opresoras.


Leo una entrevista con mi admirado José Luis Pardo, y plena de joyas (Aristóteles explicaba –Política, V, 11– que la tiranía encierra tres objetivos principales: que los ciudadanos piensen poco, que desconfíen unos de otros y que no puedan actuar) me quedo con su siguiente reflexión:

A partir de cierto momento de nuestra historia reciente, tenemos la sensación de que los “problemas de identidad” (y los conflictos entre identidades) han sustituido a los “problemas sociales” (y a los conflictos de clase) como plataforma interpretativa de lo que nos pasa e incluso como explicación de las derrotas y las victorias políticas.  [...]Lo que digo es que la identidad, políticamente entendida (con lo que comporta de apelación a cosas tales como el orgullo, las ofensas y las deudas de honor), es un concepto agónico (se construye por contraposición irreductible a otras identidades) y que socava el fundamento mismo del pacto social, de tal manera que las “políticas de la identidad” son una forma de reproducir, a escala micro o macro, ese tipo de enfrentamientos cuyo modelo son las viejas guerras de religión y que justamente el Estado de Derecho nació para zanjar (por tanto, el resurgimiento reformulado de esta clase de conflictos es un síntoma más de la decadencia del Estado de Derecho). 

Llegar a ser un individuo siempre significó, en el contexto ilustrado, elevarse desde el plano de lo propio (de los “nuestros” en términos étnicos, familiares, sexuales, lingüísticos, etc.) al de lo universal. Ahora, sin embargo, lo entendemos más bien como la ruptura de los vínculos sociales y el encierro en lo particular irreductible. No estoy seguro, en definitiva, de que la cuestión de tomar conciencia de nosotros mismos sea la misma que la cuestión de la identidad: al contrario, yo lo definiría como el problema de la intimidad, es decir, de aquello que justamente hace imposible el encierro en una (supuesta) identidad irreductible y arrojadiza. 

Y el espejo se deforma para que dos países, y quizá todos los que existen en el mundo, todos sus habitantes, se deformen para parecerse a sí mismos, y a todos los demás, ebrios de exigencia en su anhelo de ser lo que no tienen más remedio, lo que no pueden evitar ser. Y esa especie de "amor fati", (amor al destino del que hablaba Nietzsche) degradado,  causa melancolía, como cualquier esfuerzo fútil al que se dedica lo mejor de nosotros. "Cuando todos seamos lo que somos, esto será un paraíso"

Miro al jardín. La urraca se ha ido, y algunos minutos también. Las nubes continuan suspendidas, esperando el momento en el que salga para descargar con gozo irrefrenable, pero el sol es una franja agradable, de momento. Cada persona es un mundo, y en lo esencial, nos parecemos. Dundalk no es Nueva York, pero yo tampoco soy Al Pacino, y me conformo. Y la urraca tenía razón. Ese sol blanco no calienta los huesos, pero tiene esa blancura incierta que da ganas de escalar hacia él, limpiarlo de nubes, pulirlo y llevártelo a tu nido.