La soledad es la mar helada; debajo de ella bulle la vida y las formas juegan, mientras nada rompe su silencio obstinado. El horizonte brumoso se confunde con su filo y forma una masa compacta que niega el horizonte. La soledad corroe, colapsa en su propio vacío, mata.
Por eso siempre es necesario alguien con quien hablar. Para que la caudalosa amistad haga nacer los sauces a su paso, para que la angustia no se abra paso entre las venas por no encontrar otro cuerpo que sueñe, para que los sinsabores de los días salgan a la luz y sean combatidos por sonrisas, para que la jovialidad preste su luz a la noche sombría. Las palabras pueden curar del mal del sinsentido, no negándolo, sino reconociendo en él la ocasión de atravesarlo juntos, antes de que el sol despierte en un mundo en el que ya no estaremos. Una sonrisa al paso, una broma, un emoticono incluso pueden salvar días, envueltos en la maraña de obligaciones y figuras autoimpuestas de cada día. Aprender del otro para saber más de mí. Usar sus acertijos para intentar ser mejor. Sentarme junto al fuego, unas cervezas o en la verde hierba compartiéndome y dejando lo mejor de mí muy dentro mientras trataba de darlo allá fuera.
La vida ha sido generosa conmigo y no me ha dejado sentirme solo a menudo ni impedido el inmenso placer de la soledad buscada. Como un blog que leen pocos y que de vez en cuando se actualiza para dejar unas líneas sin más pretensión que darme un descanso de mí mismo, como otro buen amigo. Dundalk me ha visto días peores. Calla y asiente mientras el viento silba en las colinas desiertas buscando una verja ignorada para dejar su rastro hechizado y ver en las casas corazones bien acompañados.
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