Tal y como se ha venido en contar, la historia del mequetrefe Nicolás parece terminar con la justicia poética que cierra una narración reconfortante. El buscavidas que da con un pez demasiado gordo. La hubris, el pecado pagano de aspirar a ser como los dioses, castigado por Némesis. Las alas de Ícaro.
Sin embargo, si esa narración convencional se deconstruye sin las piezas supletorias que el poder entrega para que encajen de forma inocua en el relato compartido de la convivencia en España, cada vez más ardua, todo cambia. Del trilero pasamos al pícaro, del tramposo a la víctima de la ambición desmedida. Un matiz mínimo, pero apenas desdeñable. Resumiendo: pasamos de un joven que aprovecha las carencias del sistema para intentar medrar a un subproducto típico del sistema. Ese de contactos, clientelismo y favores mutuos que sostienen las élites del país, cuya influencia se limita a mantener los andamios que protegen su posición. Esa tela de araña que la democracia española no ha sabido desmantelar cuando podría haber pagado un precio mínimo y que ahora amenaza con terminar de anquilosarla o de hacerla caer en maximalismos neoleninistas que ocupan el puesto que la izquierda socialdemócrata no quiso tratar de proteger. El pequeño Nicolás trató de añadir una trama más de intereses creados y otros que sintieron las vibraciones en sus propios hilos, lo hicieron caer. No es picaresca, el pícaro quiere sobrevivir. No hay moral en esta historia.
El caso de la enfermera revela que nos gusta pintar de moral todo, quizá porque no la usamos sino para explicar lo que pasa en relatos confortables. Un caso medico, técnico, se convierte en un auto de fe donde la culpa, la redención y la fe sustituyen protocolos, prevenciones, (i)rresponsabilidades y ciencia. Es difícil tratar de regenerar un país tan apegado a esos conceptos religiosos y mágicos cuando se trata de encontrar soluciones. Tendemos a creer que hay soluciones fáciles. Que cuando no las hay, una fuerza extraordinaria conspira contra nosotros. Y que, en última instancia, si una pandemia se avecina y no hay nadie a quien culpar ni nadie que nos redima, siempre podremos tener a algún Nicolás que trate por debajo de la mesa unas condiciones ventajosas con el dichoso Señor Ébola.
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