El día se va agotando lentamente, aunque las nubes hacen de la luz un hogar uniforme. Algunos rayos de sol iluminan las paredes de ladrillo, y las calles se desprenden de los últimos charcos de ayer. Hay una especie de armonía que no aspira a ser admirada, sino a la compañía apacible. Algo así como un perro grande que sabe que pasaros sus mejores días intensos y ahora nos protege con su mirada sabia y su porte calmado.
La mañana no es así. Cada vez que el despertador del teléfono suena, el aspirante a condenado por cualquier falta que duerme conmigo se levanta para ir al juicio del hoy. Se viste pesadamente, suena alegaciones fútiles bajo la ducha. Desayuna sin ganas y pedalea mecánicamente bajo una luz que no alumbra un camino bajo el asfaltado irregular. Y vuelve a pensar, mi enemigo voraz, que, otra vez, como siempre, ha perdido el alma entre las sábanas arrugadas.
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