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miércoles, 27 de junio de 2018

Veintisiete de junio. Diego, Hubris y Némesis.

"...ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que tritura vidas humanas (Ríe)".

Calígula, Albert Camus.

Uno de las supersticiones de nuestro tiempo, asentada en una eficaz propaganda, reza que cada individuo es capaz de las mayores hazañas, que tú puedes hacer lo que nunca fue logrado. Es una creencia que se asienta en el consumo y su necesidad de evitar las preguntas que pueden tornar la existencia en un páramo. Y sin embargo, las escasas flores de ese páramo valen más que las plantas majestuosas que un velo de gasa y mentira ofrece. El precio a pagar por la destrucción de este sortilegio es una frustración inveterada que puede ser peligrosa pero con la que nos vamos arreglando como podemos a lo largo de los días. El precio a pagar por conseguir ser un Dios es la destrucción.

He visto las fotos y los vídeos de Maradona. No me resulta diferente a las reacciones que imagino del emperador romano en el coliseo, del general conquistando posiciones en la colina, el chico del barrio que consigue la Copa del Mundo. Después de cada victoria inimaginable hay una expansión del yo en la masa que se acepta sumisa al poder, al carisma. Pero somos tan volubles como breves, me temo, y la atención de la muchedumbre se dispersa, dejando el calor de su abrazo como una fragancia esquiva y venenosa.

Hubris era la locura humana de equipararse a los dioses. Como ni ellos ni el tiempo olvidan, era retribuida por su hermana Némesis, la destrucción. Me parece que el Diego busca una droga que ya nunca podrá tener: la admiración, el fulgor, el deseo de ser él. Cuando el destino ha tornado su paso para vestir a otros con ropajes malditos, él se ha quedado allí, frío, buscando volver al tiempo en el que millones lo adoraban. Eso nunca volverá. Dundalk me pregunta, cansado como yo estoy, si no sería mejor apartarse de esas luchas y engaños y volver al ameno huerto, al bosque, y allí pasar los días en paz. Yo siempre contesto que no lo sé, y además, no puedo elegir que tiempos vivo, sino solo que hacer con lo que se me ha concedido contemplar. Y después, miramos un atardecer con la claridad suave del verano.

Hay un éxtasis que señala la cúspide de la vida, más allá de la cual la vida no puede elevarse. Pero la paradoja de la vida es tal que ese éxtasis se presenta cuando uno está vivo, y se presenta como un olvido total de que se está vivo. Ese éxtasis, ese olvido de la existencia, alcanza al artista, convirtiéndolo en una llama de pasión. Alcanza al soldado, que en el ardor de la batalla ni pide ni da tregua, y alcanzó a Buck que corría al frente de la jauría lanzando el atávico grito de los lobos y pugnando por atrapar la presa que huía a la luz de la luna. Estaba surcando los abismos de su especie y de las generaciones más remotas, estaba retornando al seno del Tiempo. Estaba dominado por el puro éxtasis de la vida, por la oleada de la existencia, por el goce perfecto de cada músculo, de cada articulación, de cada nervio, y todo era alborozo y delirio, expresión en sí misma del movimiento que lo hacía correr triunfante bajo la luz de las estrellas y sobre la materia inerte y helada

La llamada de lo salvaje.





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