Lengua sin brazo, como osas hablar, dice el Poema de Mío Cid. Como la vida cada vez es más cómoda y las opiniones, y muchas decisiones suelen salir gratis, la cantidad de lenguas sin brazos no ha dejado de multiplicarse.
Hay quienes salen a la calle como quien va a la guerra, dispuestos hacer pagar al mundo toda la frustración y rabia que les ha propinado. Por supuesto, en la vida existe una saludable relativa igualdad de fuerzas. Siempre habrá alguien más fuerte que tú, así que no resulta muy prudente escupir a la gente con la que uno se encuentra. Pero la lengua no conoce límites. Lo que la realidad niega, una personalidad animosa y victimizada puede conseguirlo, enhebrar un conjuro que convierta los hechos en su opinión, sus balbuceos en audacia y su visión ignorada en un dictamen universal. Siempre ganan, porque nunca arriesgan. Es fácil levantar catedrales góticas en la Idea. Pero ellas nunca se han erigido sobre opiniones. Una gota de sangre del derrotado vale todas las Epopeyas.
Es el clima moral de la época y todos nos sumergimos en él. No caer en la amargura inane de quien secretamente sabe que el abismo que separa la realidad de su deseo no se ha de rellenar con voluntad y encomendarse al bálsamo insuficiente de la ironía no parecen mala guía, pese a todo. A ello trato de elevar cada noche las ciegas guías de mis intenciones cada vez más torpes e inseguras, pero aún capaces. Quizá el brazo no pueda mucho, pero intentaré no llevar mi lengua mañana no más allá de lo que su debilidad permita.
Y que el veneno de la insidia no encuentre mis labios, sino es para despreciarlo, por siempre. En la ciudad que levanta luces contra las nubes nocturnas que cierran la esperanza de las estrellas, el rumor del mar gime secretamente como una promesa de la que algún día seremos dignos.
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