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domingo, 26 de enero de 2020

Kobe. 26/01/2020.


Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano


Creo que una de las razones del éxito global del deporte en nuestros días, aparte de su conveniencia como espectáculo, es la denegación de la muerte y, no menos importante, la insignificancia. Acostumbrados a un mundo vertiginoso y construido sobre el olvido, nos asusta pasar, pero aún más nos asusta no dejar huella. Pensar que nada quedará de nosotros. 

Quizá eso explica la adoración de los héroes en los que nos encarnamos. Como los héroes clásicos son portadores de un ingrato destino: la luz en la que refulgen es breve, porque los Dioses castigan a quienes aman con un destino implacable y se burlan de la soberbia humana de querer trascender la propia condición, algo que todos hacemos: soñamos ser ellos, los de los veloces pies y los fuertes brazos. Nos lanzamos a por un balón para rematar a gol, tratamos de estirar nuestros dedos con el nadador agonizando para llegar antes, queremos volar en las piernas del velocista. Como adoro el baloncesto, muchas veces he lanzado tiros memorables, he intentado llegar más cerca del cielo y quedarme allí mientras las estrellas azules palidecen y al imaginarlo, yo, que no soy nadie, al fin quería imaginar que habría vencido sobre todo aquello que me forma y al hacerlo, me limita. Después volvía a la cama y el sueño trenzaba el conjuro por el que volvía a mi vida gris, de facturas, pelea, de paso. 

Cuando los años van cobrando su usura, una nueva luz se vierte sobre estos funestos sucesos. Ya no es sólo el héroe ni el conquistador de la eternidad. Se trata de alguien de edad parecida a la tuya, que también ha probado la hiel o intuye ya su venida y el tributo que exige. Es alguien con tanto miedo y pérdida y pasado y olvido como tú. Su irrupción y su partida nos afligen porque nos reconocemos en quienes quisimos ser, pero su tragedia nos hermana, porque no hay consuelo que pueda evitar el escalofrío de la brutal indiferencia de la muerte con cualquiera de sus hijos.

Hay una novela maravillosa, "Toda una vida" en la que se relata la vida compleja y única de uno de estos nadie: La práctica totalidad de los seres humanos que han transitado por este mundo desde el inicio de los tiempos apenas han dejado huella alguna en los anales de la Historia. Sin embargo, hasta la persona más opaca e insignificante acumula en su existencia una suma casi infinita de vivencias estrictamente personales, instantes únicos que conforman una experiencia tan plena como la del más ilustre de los personajes.

Atesorar esos recuerdos y prestar atención a cada segundo, por difícil que parezca, quizá valga tanto como la trayectoria mágica de un balón desde el cielo a la eternidad, esa eternidad que nos mira a los ojos y nos recuerda que somos el río de Heráclito, pero un cauce que sabe alabar y agradecer para desembocar en la laguna silente con orgullo. Hace unos día murió el gran pensador Roger Scruton, que siempre defendió que el valor de la vida no estriba en su duración, sino en su profundidad. Su última frase publicada fue "Cuando llegas al borde de la muerte empiezas a comprender el significado de la vida, y lo que significa es: gratitud”.

Gracias, Kobe Bryant, por todos los sueños y la gratitud que sembraste en otros. Que la tierra te sea leve y te corone la esquiva chispa de lo inmarcesible. Gracias por la emoción y el fulgor, el éxtasis y el frío. Aquí quedarás, te quedarás hasta el final. Como el poeta, nos enseñaste desde el mundo del sudor y el músculo, el de lo que va decayendo, que lo que puede otorgar el instante la eternidad no nos lo devolverá.



Engaño es grande contemplar de suerte 
toda la muerte como no venida, 
pues lo que ya pasó de nuestra vida
no fue pequeña parte de la muerte...

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