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viernes, 24 de enero de 2020

Parábola del espejo roto. 24 de enero.

Refiere un tomo apócrifo de Basilio de Cesárea que cuando el asceta Juan, más tarde Juan de Capadocia, aposentó sus plantas en la tierra donde moraban los aspirantes a santos, vió y oyó prodigios innúmeros: los estilitas, que habían figurado un lenguaje sin símbolos y con sus ojos cerrados pretendían comunicarse entre ellos; los áureos, que se decían descendientes de Marta de Betania y buscaban la paz por el derrumbe físico; los seguidores de Plotino que abrazaron la gnosis y buscaban en las letras sagradas el nombre escondido de Dios; los doctrinarios que trataban de aunar la Ley de Moisés con la enseñanza de Juan y la del llamado Crestos, que decían que el templo sería reconstruido antes de su muerte física y buscaban adeptos en su camino circular hacia Jerusalén. Los mendicantes que pedían para rechazar lo ofrecido y a cambio despertar en el alma de su donante un reflejo de la alegría del Divino, cuyos dones otorgados son eternos. Así, querían convertir a muchos.

Juan pasaba las tardes en oración y ayunaba los viernes, al parecerle que el día del Señor debería preceder al propio de la raza que no lo quiso conocer y, aunque parece una interpolación posterior del texto de Basilio o de sus seguidores, se dice que consagró en uno de sus sueños en los que caminaba por el desierto la iglesia dedicada a la sabiduría. De esta forma vengaba así su enemistad con el Sumo Pontífice Higinio, que había denegado la doctrina de Juan de las aversiones de Cristo: Higinio había decretado que el Ungido, como encarnación de la bondad suprema, nunca repudió nada que la naturaleza ofreciese. Juan de Capadocia escribió unas Refutaciones que se conocen solo por los comentarios de Prisciliano, interpolados por petición del Papa Siricio tras su condena. En ellas, parece argüir que rechazar los frutos de la naturaleza es alabar otros porque el Señor ha hecho distintos a los seres para que formen parte de una unidad que ellos mismos nunca podrán conocer.

Largas eran las tardes bajo el sol del Este. Juan fundó una iglesia y sus fieles donaron sus bienes
a su necesidad y alzaron cruces bajo cuya sombra oraban, para hacer realidad la palabra del hijo del hombre acerca de la cruz necesaria para seguirle y dar gloria a Dios con sus palabras. Cultivaban la tierra, daban gracias al ungido y al Dios que llevó el verbo a su tierra, meditaban y trataban de desentrañar el mensaje de su maestro, en ocasiones oscuro.

Cuenta el docto Basilio, o sus seguidores en su nombre, que un día Juan de Capadocia llegó hasta una tienda en la que unos mercaderes de paso habían decidido pasar la noche. Allí quiso mostrarles la gloria de Dios y convertirles a la fe verdadera. Dijo oraciones, razonó sofismas, trazó parábolas. Como la luz declinaba y los comerciantes eran de fe irania, según la cual el bien y el mal nunca podrán vencerse el uno al otro y fuimos creados para ser espectadores de esa batalla, se divirtieron con sus extrañas inquisiciones, dogmas, apologías.En agradecimiento, le dieron un espejo cromado como los que hacen los libios. Juan, furioso por el símbolo que negaba la unidad de lo creado, lo rompió allí para asentar su doctrina. El espejo no existe nada más que cuando está roto y solo porque hay fragmentos que sabemos perdidos. Los mercaderes, admirados de su elocuencia le ofrecieron otros presentes. Mas Juan declinó y volvió a su pequeña cavidad en la montaña blanca.

Hace tiempo que leí esta historia, revisada tantas veces. No hay mucho más que exprimir de ella, coincidiendo en mi dictamen con el que hizo ya Hofenhöller hace dos siglos, matizado por Jacques Montier en sus tratados doctrinales. La vida es un misterio: siendo una, emana reflejos periódicos y calla a veces, pero es incomparablemente más grande que todo aquello que nos pasa.



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