Zitarrosa cantó de Garrincha que llevaba la pelota fijada con un cordel invisible 'como un equilibrista unido va a la muerte'. Con Maradona no era así. El era el guardián del juego, entre tanta pierna dura y pelota traviesa, la displicencia de los árbitros y la agresividad que despierta el talento. Ese enigma inmarcesible, cómo la providencia otorga y niega dones, siempre inquieta y alerta. Conjeturo que esconde otro en el envés de la moneda; por qué los dioses pierden a quienes aman.
El Diego llegó a la divinidad antes de llegar a la mitad de su vida y se pasó el resto gambeteando a la Parca. Pero no hay central más persistente. El fin le ha llegado tras un rosario grotesco de apariciones y desmayos, con el pueblo viendo su decaer y la falta de salvación posible, sin una pelota cerca con la que dibujar un nuevo truco que nos embelesara. No ha muerto como Aquiles o Héctor, en el apogeo de su fuerza o lanzado a la sombra tras un estallido de pasión. Ha sido consumido funestamente por la vida. Su Némesis, la perversa retribución de los Dioses a la Hubris, el orgullo humano que desafía la divinidad en su anhelo de perfección, ha sido lenta y triste. Pero ya había sembrado mucha magia que nos hará ver la cancha de nuevo como un campo de sueños en el que todo es posible.
Borges especuló en 'El inmortal' con la condena de un mundo en el que la finitud no existiese; los actos tienen sentido y solidez porque siempre pueden ser os últimos. La vida es un juego de límites, y esos límites elevan lo que acontece, como en una cancha, como en un potrero de porterías improvisadas. Solo quedaran palabras de los otros acerca de nuestro devenir caótico, pero el sabio asume que somos enigmas que han de desanudarse, y eso es preferible a persistir en un marasmo de tiempo, soledad y tedio. En el juego arriesgado y hermoso de la vida, la magia acontece cuando alguien se atreve a imaginar lo sorprendente. Como en el fútbol, lo de afuera tiene una importancia muy menor.
Guardo en mi memoria uno de esos momentos, y no deseo que la precisión arruine la verdad profunda que subyace en él. No consultaré detalles ni escenario. Maradona había vuelto para disputar el Mundial de EEUU en el 94. Muchas dudas sobre lo que podría hacer. En un momento, un balón llega a la frontal. Él lo acomoda con cariño y envía un beso de 20 metros a la escuadra griega. Ese balón tiene la sencillez y la perfección de un éxtasis. El estadio y los que veíamos la tele fuimos la estatua que hacía el arquero heleno, porque el amor puede simular y modificar el tiempo. Vimos ese balón manso y amamos el juego.
El resto, que sea silencio y que la mar borre las huellas mientras el sol pinta arabescos con una pelota y gambetas contra el ocaso. Gracias por la alegría y el misterio gozoso de su talento. Dios ha cogido su mano de nuevo hoy. Descanse en paz y que la tierra le sea leve.