Hay arcenes en toda vida. Lo que dejamos atrás, lo que escapa, aquello que se desvanece en una bruma densa de soledad, lo que no dijo adiós. Y como cada cual lleva consigo su novela, también somos secundarios de lo que perdemos. Sin darnos cuenta, calladamente, traen y llevan el recuerdo y la sorpresa, como el reflujo de un mar sabio.
Acaso el corazón siente una impaciencia que la boca no sabe expresar. Se queda en una cierta turbiedad en la mirada, en la fatalidad que nos conforta en su propia piedad mientras fantaseamos con la pena que suscitamos en los otros. Puede que sea la mirada que tiene un fantasma deshaciéndose en jirones un segundo antes de desaparecer. Salimos de otras vidas con un último intento ahogado de permanecer, de protesta, rabiosa y agria. Después, morimos otra vez y otra herida se posa en la piel.
A qué trajo la tarde este hilo débil de pensamiento, no lo sé. Conjeturo que la explosión de la tarde acarrea un deseo de ser más, quizá de volver atrás, de entender el tiempo como un presente perpetuo, sin remordimiento ni ansiedad. Ahora la sombra acecha y solo algunas ventanas muestran despachos vacíos iluminados por una luz intensa y solitaria. Los rumores silban y bailan con hojas muertas, bolsas deshechas y gaviotas insomnes. Las grúas trabajan a lo lejos. Las formas se despiertan. La música del azar acerca el espíritu hacia la duermevela, donde la explosión de color devuelve la vida a todos los fantasmas.
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