Fue en el Parque del moro, en Madrid. Subía las escaleras con esfuerzo, arrastrando con esfuerzo un carro de los que usan para llevar la compra a casa. Frisaba los setenta y pesadamente miraba hacia la gran verja de la entrada. Tras nosotros, jóvenes posaban y detrás de ellos, el Palacio Real y los jardines lucían en una tarde de invierno cálida.
Le pregunté y subí su carrito; sin el, subió presurosa las escaleras. Me dio las gracias y me dijo, con el deje hermoso y pausado del español de América, que la Biblia dice que los pájaros reciben los dones del cielo por su gracia y ella acudía todos los días a cumplir esa promesa. Sus ojos grandes sonrieron luego y se perdió en la calle, hacia otro nuevo atardecer de cada vida.
Vivimos entre el silencio de lo que importa, me parece: llámalo Dios, el azar, la Providencia, el Destino o como quieras. Buscamos señales, hitos, una marca que nos indique que nos dirigimos al lugar al que deseamos ir. Y sin embargo, una obstinación rebelde de esas marcas nos cubren de silencio y bruma. Pero nosotros debemos seguir caminando. Acaso por eso agradezco ese fausto encuentro. Puede que no se trate de esperar. En pocas palabras, una mujerita tenaz y alegre supo darme alegría. Espejea ante mí, horas después, el reflejo elusivo de lo que completa sin saciar nunca su sed. Quizá es la divinidad, o el nombre que hayamos dado a ese impulso que sentimos sin saber nombrar.
Siento que ese reflejo aún vibra mientras acabo estas líneas. Me hace sentir más confiado y cercano, lo agradezco. Esta tarde el crepúsculo púrpura se iba desvaneciendo en un azul metálico que fue sombra pronto. Ver otro atardecer en paz, no hay mucho más, y esperar que venga el siguiente igual, tras un día en el que el camino parezca llevarnos en la dirección correcta al lugar que nos espera. Cualquier cura contra la soledad hermosea los días. Si alimentar a unas aves da paz y vida, si uno se hace emisario del bienestar ajeno, cura en cierto modo heridas propias. Cayó la noche y otras aves se envuelven contra las nubes. Aprieta los dientes y busca la respuesta allí también. Y que tu hacer quiebre el silencio, como un hacha contra la mar helada.
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