Creo que podría vivir en el campo solo. Una cabaña, un jergón, una cocina de gas y una promesa de ser menos displicente con mi orden. En noches, como hoy, miraría la luna y pensaría que creo que podría vivir en la luna. Si tan solo pudiera liberarme de ser yo mismo algunas noches mientras miro las estrellas circundando la tierra indiferente y azul.
Hay veces, sin embargo, que la televisión no presenta, por una vez, el ideal del ciudadano adulto occidental; súbdito de su ego, agachada la cerviz por una expectativas vitales que no alcanzan a más de lo que el poder siniestro, que son los defectos de los otros, nos ha preparado para el fin de semana. Vacaciones, mascotas, restaurantes, chismes. Y uno acaba viendo un rato de tenis en silla de ruedas.
Es maravilloso y desolador. Esa energía que quizá estuviera oculta, desplegada en una catarata de esfuerzo, braveza y rebeldía. Y pensar que personas jóvenes y admirables sufren y no pueden expandir esa energía más allá por un accidente, una broma siniestra o un error. Y con ellos, con su lección de armonía, la pregunta que hago desde mi luna hasta mi planeta errante. Y yo. Ahora he aprendido a no decir "no puedo". Y entonces. Por qué no me rebelo.
Creo que podría vivir en el campo, como un eremita que acepta lo que el campo y el alma le ofrecen.
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