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domingo, 5 de abril de 2020

Ciudadano Pepe, VII. La gran desolación (Autobiografía)

Aún quedan rastros. Piedras quemadas, ceniza en las laderas de las colinas. Los riscos escarpados suelen ser refugios de otros. El frío desciende desde la claridad del cielo. Apenas recuerdo la última vez que vi el fuego y sus formas danzantes. Echo de menos la fascinación por su calor y brillo. La fascinación por el cambio perpetuo, esa que nos perdió, en sus formas vagas. He visto los parajes de hormigón donde los cuerpos de los incautos fueron ensartados en las púa como aviso, antes de que ya no importara. Calaveras amarillas dibujadas en las señales negras. Vivíamos en reservas, tratando de aplicar al mundo que quedó nuestras antiguas reglas. Duró poco; allá donde la lucha por la vida se eriza, el entorno tiende a simplificarse. Agua, carne, filo, sangre. Aprendimos la gramática sencilla de la supervivencia.

No sé si hay más cerca, pero lo temo y lo imploro. Puedo imaginarlos, atravesando el tiempo, animalizados, reducidos a su día de caza y su noche de terror atávico. Los perros salvajes, la radiación sigilosa e inadvertida, los buitres, las luces perdidas que aún parpadean para atraernos a su mal. Cada oscuridad es una huida hacia algún escondite improbable y un abrazo a ídolos inermes: sierras melladas, cuchillos roídos de óxido, Ni siquiera nosotros, educados en las Organizaciones de Supervivientes, somos capaces de sentirnos apenas más que criaturas débiles ante el frío del mundo. Mi vida postrera, de la que ni siquiera quedará el registro, es una broma cruel que alguien ha gastado. U ojalá así fuera. Significaría un sentido, abstruso para mí, pero una esperanza. Cómo resistir los días inacabables y las noches de angustia sin ella. Cualquier animal tiene armas, púas, pelaje, garras, dientes afilados. Nosotros, un cerebro desnortado que nos angustia por las incertidumbres de un futuro imposible.

Sé que apenas me queda tiempo. Cada vez la caza se hace más ardua, y el temblor agita mis noches. Llegué al lago siguiendo una ruta entreabierta, la antigua autopista del Sur. He construido mi refugio y hecho el altar de mis pocos recuerdos, dos libros amarillos (Moby Dick y La isla misteriosa), cables pelados que arranqué de las manos rígidas uno de los primeros cuerpos muertos con que tropecé, y piedras filosas. No sé que es el ser humano. No sé si debo ser su depredador, o su víctima. Es tarde, en nuestra historia y mi vida, para sentir aprecio por él. Solo disgusto y odio. ¿Por qué siguieron teniendo descendencia?

En las Organizaciones nos dijeron que podríamos reconstruir algo mejor. Después de que otras tribus acabaran con ellas, las bibliotecas y sus registros quedaron yertos. Los devoré como si fueran útiles. Solo me han proporcionado horror eterno por todo lo perdido un paraíso del que fui expulsado antes de nacer y una sensación de hijo no deseado en mitad de la nada más terrible, por consciente.

Ellos me legaron cariño. Cayeron luego. Yo, tras esconderme de las tribus, he visto poco más que cementerios helados, paisajes inmóviles. Lo que he visto de los demás no ha sido mucho. Violencia por la comida, la caza, el orden. Animales asustados como yo, que los miraba escondido de lejos. Como otro más, vago sin pausa. Acabada esta autobiografía escrita en dos papeles sin impresión arrancados de libros, la escondo en este antiguo refugio antinuclear hediondo de ratas y cuerpos podridos, dentro de un bote de cristal vacío, en el estante superior. Otra noche se acerca. Otra noche hablando solo, acurrucado y abrazado a la lanza.

En la quinta generacion tras el Gran Estrago.

Nunca tuve un nombre. En las Organizaciones, era Alto.


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