Hay un momento en el que el horizonte deja de estar bañado por la luz delicada del crepúsculo y se convierte en una línea que empieza a separar dos oscuridades haciéndose oscuridad. Ya no es más la llanura que golpea e ilumina la tormenta. El volcán no late bajo el manto de la hierba fresca y las nubes descansan sin desgajar sus formas.
Supongo que es un proceso de flujo y reflujo, como el oleaje que añade espuma a la costa. El caso es que llega un momento en el que todo el impulso, toda la cáscara formada de intentos, ilusiones, desengaños y euforias, la espalda del porvenir se quiebran para que sus pedazos alumbren un enigma inacabable: qué hubiera podido ser con lo que se nos dio y perdimos. No estimula la pasión de la caza en la subida entre riscos, ni otorga la paz de un paisaje primordial desde la cima antes de un descenso tranquilo.
Mi hoy contradice mi ayer. Me desgasto en turbias peleas, deseos inútiles, rencores mezquinos y la idea de que no llegaré más alto. Cuánto desdén a quienes caminan hacia la misma colina, descansan bajo el mismo árbol y desean el mismo amanecer. Cuanta pelea contra siluetas burlonas formadas de aire. Cuanta duda y abandono, cuanta esperanza aún, cuanta nada borboteando en el caldero de un futuro disecado. No es un drama ni una filosofía compleja; simplemente, las ganas de ganar también se agotan.
La ciudad es una serie desordenada de luces arañando la noche y un leve viento que alza las hojas otoñales que mañana serán trazos en los ojos gastados. Como el espíritu, sopla donde quiere. Como el azar, cesa y comienza en lugares desconocidos y transcurre en el nuestro sin detenerse nunca. Más lejos, las estrellas miran el baile sinuoso de la comedia humana y recuerdan un tiempo ido, seguras de que habrá un día que traerá algo distinto, algo que prenda una nueva luz, algo mejor.
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