Nunca tuvo buena prensa el tedio. Uno entiende que la espesura del tiempo lento añade inquietud a la espera por el mundo excitante y ubicuo que al parecer espera tras la esquina. Hoy, todo debe exaltarnos.
Contra la abulia, diversión perpetua. Pero la diversión es también la acción de desviar o distraer la atención. Temo que perdemos, bueno, pierdo (para qué generalizar) la consideración de los momentos que no estimulan en una bruma molesta. Hay reflexiones que ayudan a mostrar más luz. Nos lo puede mostrar el arte, que en su forma más pura es una comunicación, una forma de mirar.
Tendemos a creer en el talento como el portador de un mensaje espiritual grandioso. Cada vez pienso más que se trata de un ser humano con un don inexplicable trasladando una experiencia personal a una escala universal, traduciendo su dolor y su gracia en la mirada de todos. En esa luz leve que agoniza e ilumina esa experiencia es donde pasa la mayor parte de la vida, si es que uno es afortunado.
Pasa con Vermeer, uno de los pintores más prodigiosos. Su luz tranquila parece salir de la pintura y esparcir en momentos cotidianos un fulgor sagrado, no de dioses, acaso no existen, sino de una luz interior que no sabemos describir. A veces, el aburrimiento puede ofrecer la sacralidad de un instante preciso bajo la luz adecuada. Estar vivos sabe bastarse a sí mismo la mayoría de las veces. Una claridad especial, inefable, a veces nos ilumina sin saber por qué. La olvidamos pronto.
El poder lenitivo del arte (decir curador o sanador parecen demasiado para nuestra precaria naturaleza) está ahí, humilde esperando. Me parece que cada vez es más despreciado, casi mirado con rencor en este edad del oro del resentimiento. Todo debe ser cínico y feo. Supongo que así podemos soportarnos mejor.
La noche ha caído hace ya unas horas. La brisa suave recorre su espalda, con las luces del puerto parpadeando contra su velo. Otras pinturas, palabras, momentos, recuerdos y esperanzas centellean tímidas contra la oscuridad y el sueño. Son una luz calmada bañando un instante que se agota en sí para dar paso a otra magia, una paz en los párpados que la siguen viendo cuando se cierran para ver mejor dentro, un silencio que se llena, una luz que parece agonizar para derramarse después con lentitud y sobrepasar todos los horizontes, esa claridad como un don de la altura que llena la visión de su fulgor y parpadea un segundo antes de inundarlo todo.