Como decíamos ayer, la cesura que hemos introducido entre la realidad y el deseo es uno de los nombres de nuestra angustia. Hoy reina un calor seco y la breve brisa alivia y calma. No hay imágenes de paraísos retocados que sepan dañarnos si antes no hemos bajado la guardia ante las seducciones de lo imposible. Deseo ser inmune al estímulo constante, resistente a la dictadura de las experiencias minúsculas, fulguraciones que no dejan sino ansiedad de más y un abandono íntimo.
Hoy hace un día diáfano y siento un intenso anhelo de no sentir anhelos. Me siento lúcido como si la claridad que el cielo atesora y derrama levantase el velo de los ojos. Y sin embargo cuando ocurre es una sensación de estar fuera del tiempo, notando una vibración inusual.
Siento que lo que me pasa le ocurre a alguien diferente dentro de mí, una tercera persona, acaso un ente bajo el umbral brumoso que separa lo que creo saber de mí de lo que me convierte en extraño. Huésped de las sombras, dispersado en puntos de vista, mirando como debe saber ver la luz mortecina antes del amanecer un mar nublado, una luz serena, sin centro, uniforme desde todos sus puntos.
La conciencia es entonces una cualidad externa y desechable; se siente como un parpadeo del infinito, una breve prisión de sí misma antes de volver a unirse al caudal inconcebible y jovial de lo que no se puede nombrar con nuestras palabras. Es un balbuceo ineficaz contra lo que la percepción vislumbra pero no logra aprehender. En fin, es un huésped, ya dije, silente y poderoso, alguien que despierta y presta su mirada durante un momento breve y para siempre. Pienso, quizá sea una estupidez que bien podemos ser solo una forma de que la materia se conozca a sí, conciencias fragmentadas que algún dia más allá del devenir aunarán sus voces.
Por el momento, solo es la luz, la mirada, la sensación de una prisión que no logra acallar del todo la parte infinita de nuestra vida, la búsqueda de liberación del yo en la eternidad. Es entonces cuando el resplandor, la mañana sobre la mar, las aves difusas, el recuerdo de las estrellas aún escondidas, las tareas y el huésped de mí que soy yo si fuera capaz de ser lo mejor que pudiera unen fragmentos rotos del espejo y la imagen que reflejan es simple como la soledad y alegra el corazón como las noches cálidas. No hay deseo, no hay ansiedad ni desamparo y la luz que agoniza muestra todo tal cual es, inocente y extraño.
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