Pensaba que eras otro, el grito de una cólera.
Un brazo sin corazón.
Sentado en tu escudo, viendo caer las flores
De las vidas mortales, bajo los romos aceros
A los pies de Ilión
Aburrido y distante.
Buscador de gloria entre sangre inocente
Te regocijabas abriendo muertes atónitas
en la arena indiferente.
Eras un guerrero cruel y miserable.
Ahora he crecido y concedí derrotas,
Mis brazos se cansan de la amarga donación,
la vista no distingue los navíos en que el futuro nos aborda
y en los lúgubres pasillos el eco atruena cruel del yo...
Y ahora comprendo tu soledad y tu carga,
hijo de Peleo, condenado siempre a la batalla,
como un Sísifo en una cárcel interminable de agua
y memoria inútil.
He aprendido del miedo, como tú: nada se agota.
La daga de los días, con su filo de noche
no ha mellado tu fuerza ni templado tu furia,
Ligero, apasionado, confuso y de alma bronca.
Aunque vislumbras el fin que no conoces, desdichado,
En tu escudo contienes las estrellas,
y has entrevisto los confines graves
que el mundo inferior muestra, taimado.
Fuiste condenado a ser tan grande...
Hombre de pena inacabable, tu muestras el camino.
Pero quizá todo nos llegue. Apenas lo has sentido
Abrazado en la niebla
para evitar de los troyanos la huida
El golpe te pierde en la tiniebla.
La ciudad a tus pies yace bajo el cielo herido.
El aire tiembla.
Y se clava en tu piel tu maldición antigua
Mientras arrecia la tormenta. Troya era ya flor marchita
mientras caías en el tronar del fuego
y la noche envolvía a los fugitivos.
El guerrero insomne. El hombre atormentado,
Vencedor de tantos, como todos fuiste al fin vencido
Por tu eco estremecido y la maldición de tu hado
Aquiles el ligero, te bendigo.
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