La inocencia es el mejor antídoto contra el resentimiento. Vivimos tiempos aterrados donde los que temen ser señalados dedican sus días a señalar. En esta melancolía de la virtud uno necesita y añora entonces el sol de la infancia, para curarse. Sí, anhelo el sol de la infancia, la aridez de los campos solitarios, los pedregosos caminos solitarios donde existe una clara simulación de unidad del infinito y el instante: el silencio al sol.
Es un silencio relativo. Pleno del frenesí de grillos y cigarras sobre la tierra donde amarillea el rastrojo. Allá donde la soledad forma una perpendicular contra el horizonte inmenso y alza una línea para los equilibristas, entre colinas peladas, encinas y olivos retorcidos contra sí y el azul puro, inabarcable. La pureza de lo que se despoja para buscarse. Un mar invertido sobre los campos dorados.
La inocencia resplandece sobre los trigales, el ajenjo furtivo y la explosión de las buganvillas, mientras la luz refuerza su presencia y elimina matices. Entonces el caminante bajo un sol mas amable, más allá del mediodía, siente el rumor de la brisa ardiente y un palpitar del corazón de la tierra. El peso del sol es más ligero cuando llega la tarde y su luz indagadora revela otra cara de la tierra materna. La ingenuidad cruel, bruta, de la tierra. No molesta porque no sabe que lo es y serena porque detiene el tiempo en una eternidad breve. Es entonces, cuando los minutos no cuentan, que existe en la tarde tibia un presente con esperanza; la luminosa creencia en la liberación.
Ya sé que los espíritus han discutido mucho sobre el alma; ay, tantas veces el alma significa el miedo al cuerpo en lo que tiene de inocente y sagrado, porque se va venciendo, porque su declive da amargura. Esa amargura vale más que un sacrificio ritual, porque acepta el ahora sin pedir créditos imposibles al futuro. En la sensualidad del sol, el calor, el agua, la brisa caliente y la sombra caben muchos absurdos de la existencia y proveen de un pacífico olvido a la angustia de vivir. El desapego logra percibir vivamente la presencia, la sangre acarrea la vida a un cuerpo lento y consciente y la vida sucede sobre la piel. Cálida, agradecida. Inocencia, gratitud, alegría. El círculo que tan fácilmente desvaría y se quiebra. Para reconstruirlo, lector, sé todo ello y espera ser afortunado o elegido.
Me gusta pensar que no muy lejos de aquí, en pastos y en olas, a través del camino del sol y la confianza quebradiza de las estrellas, el alma maduró para desterrar la culpa. Que hay una furtiva inocencia primera en el silencio bajo el sol. No es un silencio plácido, pues espera una explosión inminente. Y sin embargo su hechizo duro, exigente, mueve a la armonía con mayor vehemencia que otras tierras de penumbra y nubosas, allá donde el sol es pálido en un cielo glauco y perezoso. Sí, así es, sin duda: la armonía es la forma de mover a los seres a su destino con aceptación y profundidad. Otro don, acaso.
La tarde es nublada y amenaza la lluvia. La luz muere antes cada día y la brisa lleva los afanes del día sobre su manto de bruma para que desemboquen en una noche suave. Sueño con un mundo más inocente y un lugar bajo el sol, en cierto sur, allá donde luzca la esperanza y sepa detenerse el tiempo.
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