Esta ciudad es muy fea. La gente es muy fea. Yo soy muy feo. Siento asco de mí mismo. Mi autodesprecio, desazón, incertidumbre y náusea están un punto encima del personaje más atormentado de Dostoyevski. Puto infierno de acero y hormigón, suciedad y ruido. Los edificios son muy feos. Las farolas son feas. Los puentes son feos. Algunos parques son lejanos y fríos, coquetos, crueles y sin embargo feos. Todo es más feo que tirar al abuelo por las escaleras.
Pero es una elección colectiva consciente...eso lo hace más llevadero y también más duro. Se glorifica al yonqui y al tronqui, al macarra de la barra y al malote cachalote. Deambulamos en la glorificación de la ruina y el abandono. La desgracia de la belleza es que florece cuando su tiempo ya ha pasado. Por eso sentimos que nacimos demasiado tarde.
Mi habitación es fea. El colchón es blando y es feo. Entran a veces corrientes de aire, lo que no es tan feo en sí, pero me atormenta, me enerva, me consume. Me toca las pelotas, vamos. Y eso también es feo. Fea la pared, feo el armario, fea la luz de la lámpara. Los cajones son feísimos. Feo el suelo. Feas las sillas y la mesa. Ah, que fea es la alfombra. Oh, mundo, oh crueldad, oh fealdad, oh destino. Destino que también es feo.
El mundo se acuesta con las cicatrices abiertas. La costumbre amortaja el ensueño de la vida. El trabajo no aporta libertad ni esperanza. Una brizna de hermosura acaso bastara. Pero no hay signos auspiciosos. La luna cae sobre hormigón y acero gastado, sobre la lluvia pertinaz, sobre el recuerdo del momento en el que la belleza aún iluminó al mismo mundo de hoy, un mundo feo de cojones. Me salió una entrada bastante fea. Así estamos. Somos feos.
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