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jueves, 22 de febrero de 2024

Asesinato en la boda real. 22 de febrero.

Se había preparado con esmero. Los invitados mostraban su agrado. Incómodos tras el viaje o descansados después de las atenciones de la Corte, contemplaban el sol esconderse tras las montañas. Una brisa de cambio e inquietud flotaba en el aire. El rey preparaba una campaña contra tierras lejanas, llenas de riqueza, dioses extraños, ritos desconocidos y el aroma de lo poderoso y lo prohibido. El viento susurraba promesas y amenazas; sólo se cumplió la última. De camino a la recepción de invitados, su escolta había sido dispersada, pues ir junto a hombres armados a los lugares rituales era la ominosa marca de los tiranos. En ese momento, un brillo apareció reflejando el mediodía y una daga asestada no erró su propósito.

Ese fue el momento en el que Filipo de Macedonia fue asesinado y un joven con pocas perspectivas llamado Alejandro asumía el trono. Lo que sigue es una conquista tan extraordinaria que resulta difícil de creer. Alejandro podría mirar en retrospectiva con toda justicia a su padre como un hombre de menor valía, aunque no lo fuera: desmoronó un imperio centenario en menos de una década y siguió hacia los confines del mundo en una forma que nos parece hoy apenas menos sobrehumana que aquellos que libremente le adoraron. La Historia debe ser seguramente la conjunción de una miríada de causas y azares ajenas al control de unos pocos humanos; Alejandro Magno hace parecer la Historia como un recuento de los afanes y elecciones de un hombre en su veintena. Y todo empieza con una puñalada en un teatro macedonio donde iba a celebrarse una boda real.

El caso es que estuve allí hace unos meses, en el antiguo teatro de Aegae, hoy Vergina. El camino subía por un camino pedregoso bajo un sol poderoso. El rastrojo amarilleaba y se oían los grillos, en esa calma de la solana en la que no corre ni la brisa y los ojos perciben las vibraciones en el aire. Había una verja en la entrada al teatro. Un coche con un operario dentro yacía al sol de la mañana, que comenzaba a picar un poco. Una mesa de picnic y dos sillas vacías, con latas de refrescos que deberían estar ardiendo, si quedaba algo. Bajo unos árboles flacos, la sombra cobijaba a un lebrel que dormitaba y subía y bajaba la barriga como si estuviera casi asfixiándose. Enfrente, algunas ruinas y la forma semicircular del teatro cubierta bajo la hierba.

Y en fin, que queréis que os diga...sic transit gloria mundi. Gastamos los años y nos gastan, las vidas pasan, los edificios se derrumban, las sombras pasan, gente mínima aquejada de la enfermedad de la importancia se pierde y no se nota. No se trata de sorprenderse de lo que hacen dos milenios en la historia humana: se trata de aprender a aceptar lo que la ambición y la ansiedad por nimiedades hace en vidas breves. Lo demás es silencio. Pero sí, yo estuve allí una vez y acaso aprendí algo.

Si no es así, tampoco es relevante ;lo que permanece nos trasciende. Cada opinión, cada interpretación, son menos que una ruina cubierta de musgo o hiedra. La noche cae, el frío aprieta y un azul eléctrico descuella tras las nubes. No todos han nacido para ser héroes. Pero no todos han nacido para ser siervos. Lo que ocurre una vez es para siempre y no merece la pena estar agotados, hastiados, enervados, confusos y hambrientos por lo que no queda y se agosta si no sale fuera de uno. Solamente da profundidad y perspectiva el conocimiento y el cultivo de lo que no puede sernos arrebatado; solamente da esperanza el sueño de un mundo nuevo. Sea aquel el que llega tras la conquista del mundo o la de uno mismo. Trata de aprender, me digo, tantas veces sin éxito. Lo demás sólo serán verduras de las eras. El asesinato en la boda pudo preñar la caída de un Imperio y la contemplación del olvido quizá sirva para ver la vida desde un punto más elevado. Allá donde el único miedo que cuenta es el temor al miedo mismo. Lo demás, que se lo lleve el tiempo.





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