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lunes, 26 de febrero de 2024

En solitario. 26.02.24.

Tú también lo has sentido en algún tiempo, estoy convencido. El muro que se va construyendo en el cielo hecho de nubes negras, la brisa fugaz como una noticia, el aire cargado de electricidad separando las cosas tras su cortina onírica. La calma tensa mientras las aves vuelan bajo, los árboles se mecen en campos de arbustos, el silencio solo espera el primer aviso del trueno para replegarse sobre sí mismo.

Me encantaba sentir esa presencia remota, antes de la furia de la tormenta. Anhelaba la llamada de esa fuerza, como si fuera una promesa y el ayer se borraría para dar paso a lo nuevo. Ese sería el momento de partir, de desenlazar la hilera de conveniencias, toda la madeja de relaciones con lo ya recorrido. Una oportunidad dorada de descansar sabiéndome otro.

Todos sentimos así, supongo. Todos nos sorprendemos de saber que los otros sienten y han aprendido a sufrir, que la existencia de los demás es ardua de aprender como un enigma. Y sin embargo nos esforzamos, aprendemos. Pero luego siempre hay un momento, una cumbre helada en la que es fácil resbalar y volver a replegarse uno. Llevo tiempo así, deshabitado, sintiendo que la lluvia fina que a veces me separaba de la realidad ha ganado consistencia y me rechaza. Trato de alcanzar la mano al otro lado, pero su corriente es más fuerte. 

La noche cae aquí y la ciudad tampoco es amable. Los neones lucen, las sombras pasan raudas, montones de basura se acumulan en los callejones. Hay un rumor que me envuelve aunque no quiera, y las ganas temibles de una tormenta, de una furia que destartale andamios y ruinas para saber lo que queda. Y después, caminar y no parar nunca. Ver sin recordar tanto, saber sin saber que se sabe, lograrlo sin saber cómo, llegar una mañana como otro cualquiera y verlo. Haber encontrado al fin el gran río y cruzarlo bajo al auspicio confuso de un deseo ancestral. No mirar atrás. Haberse ido.







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