El rey dona dinero a sus hijas para que arreglen los cuartos de baño. Yo trato de darme crema en la espalda para aliviar mi dolor de espalda (me está matando). Esto de dar millonadas para alicatar baños suntuosos tiene parte de cuento de hadas, parte de situación prerrevolucionaria. Las hijas de un rey, caprichosas, buscaban un príncipe azul (otro que se fue ya hace rato) y mientras tanto, decoraban sus palacios y subían a las almenas y los torreones a derramar sus cabelleras al viento. Mientras tanto, traspapelado de otro cuento, aparecía un lobo vestido de obrero (la dialéctica está aún más lejos en el tiempo) cuyos soplidos podrían derribar los muros. Falta saber si los jueces y el público prefieren las dulces fantasías infantiles o el lado oscuro de los relatos populares, aliñados con atrocidades disfrazadas.
Y mientras todo eso pasa y ese cuarto de baño pasa a ser una fantasía escatológica y un buen resumen de la situación, la espalda reivindica su importancia, y me postra, subrayando lo dificil que es abrazarse a uno mismo, aún con intenciones terapéuticas. Mañana será igual. Y ya ni siquiera sabe uno quien es cuando su cuerpo lo rechaza, o su jefe de estado lo humilla. Y espera que todavía haya algo que esperar, mientras las luces decaen y el viento se mete entre las calles, furtivo y sin piedad.
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