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martes, 15 de julio de 2014

15 de julio

Como decíamos ayer...

Nadie cree en Europa, como dijo Celine que nadie creía en Ulm devastado por las bombas aliadas mientras trataba de huir, él, genio maldito, antisemita y colaboracionista, enfermo de delirios de destrucción. Él nunca hubiera creído en Ulm. Su delirio, su apetito por la destrucción quizá ni siquiera contemplara el consuelo de que la historia suele perdonar a quien escribe bien.

No parece que todos los partidos nacionalistas que culpan a la existencia misma de Europa de los males del abismo sepan escribir más que con brocha gorda en muros avejentados y goteantes. En un mapa mental posmoderno en que la expansión del yo individual parece el único refugio de la santidad humana, el yo colectivo quiere alcanzar su gloria en este mundo privándose de límites y exigiendo praderas inabarcables de posibilidades. En ese universo infantil, romántico y lleno de monstruos reconocibles pero olvidados, la idea de Europa yace débil, víctima de las misas negras en favor de la utopía y de la falta de sentido histórico de nuestro tiempo; bajo las tendencias cambiantes de un twitter cada día, el rumor sordo, pesado, hegeliano, de la Historia, sigue fluyendo. Y sabemos que cuando se desboca, la felicidad humana cae a su paso, leve.

Europa fue el mundo. Entre sus mejores momentos, cometió, cometimos, cientos de tropelías. Y, nos guste o no, somos lo que somos por ser lo que fuimos. Y si algo hay de amable en el proceso es la constatación de su decadencia, su instinto suicida, y la creación de un dique. Ese dique sin el cual dos guerras mundiales nacieron y el que ahora ultranacionalistas de territorios diversos pretenden derribar antes de volver a alimentar los fantasmas del odio al vecino (para cuando el odio al inmigrante pase de moda con fronteras cerradas), en alianzas absurdas.

La UE es burocracia, ineficiencia y conflicto. Quizá. El nacionalismo en cada esquina de Europa es guerra y hambre, guerra y sombra, guerra y ciudades destruidas por el odio en las que no cree nadie. Eso es lo que tratan de esconder, o ignoran, esos sumos sacerdotes invocando utopías demenciales y conjuros infantiles para vivir en un mundo perfecto y mágico, cuya búsqueda obsesiva ha acabado siempre en una fosa común.

P.D: Como LeChón (A.K.A LeBron James) vuelvo a casa


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