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martes, 29 de julio de 2014

De los cañones de agosto y el afán por ser alguien




“De esta fiesta mundial de la muerte, de este temible ardor febril que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, ¿se elevará algún día el Amor?” T. Mann

Hace 100 años, un continente pagado de sí mismo enloqueció y se interno en la penumbra del odio, en una zona asolada por la tormenta de la que aún no ha salido, aunque un bienestar material indiscutible engrase el chirrido de las cadenas. Pero el mundo sigue en esa fiesta mundial de la muerte, en su bacanal destructiva. He visto un documental espeluznante, "Children of Syria". No se trata de la guerra y su parafernalia televisiva, que se está convirtiendo en un cliché. Se trata de otra pesadilla, el odio en los niños, ese que nunca podrá extirparse. Quizá, pese al señor de las moscas que cada primate parece adorar instintivamente, el mundo sería mejor si los adultos comprendiéramos que el tiempo no debe apresarnos, la vida es corta y no debemos repetir las cárceles mentales que nos cercenan en ellos. No alimentar el círculo. No es solo derecho a la pereza. Es el derecho a la resistencia...

Por mi parte, recuerdo perfectamente que, como millones de infantes del  mundo entero (por cuyo llanto inconsolable me creí yo aquel día también acompañado), me sentí como un «niño abandonado» cuando me obligaron por primera vez a salir de casa para ir a la escuela: una sensación que, en lo esencial, habría que calificar de acertada, porque esa partida no es más que el prólogo de todas las salidas en busca de la hazaña, en busca del hegeliano reconocimiento, en busca del propio nombre y de la propia identidad, es decir, en busca de la culpa y de la infelicidad. Ya sé lo que los psicoanalistas dirán de esto: complejo de Edipo mal resuelto, rechazo de la castración, apego patológico a las faldas maternas y denegación del padre, instinto de muerte, nostalgia de la vida intrauterina resimbolizada por el «hogar»; ¿Qué pasaría si los niños no abandonasen nunca su hogar para ir a la escuela, al trabajo, etc.? En efecto, nadie haría nunca nada. No habría historia. ¿Qué sería de la humanidad? No habrían existido Alejandro Magno, ni Julio César, ni el Papa Borgia, ni Napoleón, ni Hitler, ni Stalin, ni Franco, ni Pol Pot, ni George W. Bush, ni Mohamed Atah..., con la cantidad de valor añadido que esta gente ha producido y los placeres que han proporcionado a cientos de miles de personas en el mundo. Lo que nos habríamos perdido. Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmente para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar —cosa que yo, lamentablemente, no conseguí— no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad le parecería a todo el mundo —y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro— injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aún el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas esas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz. (…) Comprendo que la felicidad es indigna si uno no abandona su morada y toma la decisión de actuar. Pero también comprendo que, en la medida en que la acción ha sido escamoteada y sustituida por la historia y sus hazañas, la propia dignidad así buscada (y, en el mejor de los casos, lograda) es necesariamente una dignidad infeliz, justamente porque implica pisotear la posibilidad de una felicidad digna.

Los cañones de Agosto siguen tronando. Siempre son los mismos. Y bajo los discursos que los accionan, la infelicidad carga y el mal triunfa. Y alguien más muere, su posibilidad de una felicidad digna para siempre robada.

1 comentario:

  1. Me suena a que ya publicaste esto o algo muy parecido antes. Sigo creyendo lo mismo: que si el niño no abandona la casa se puede sentir satisfecho, pero no feliz. La felicidad existe como contraposición a la tristeza.

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