Como quizá alguno ya sepa, me encanta jugar al ajedrez. Soy torpe y no veo más allá de lo obvio, pero me fascina su geometría irregular, sus celadas, su inocencia y perversidad entrelazadas. Quizá aprecio su igualdad, como casi todo en el juego de reyes, ambivalente. Mi caballo vale lo mismo que el de mi rival, pero si lo empuña Magnus Carlsen, es mucho mejor. Ahora me he enfrascado en una partida con defensa siciliana, y quien sabe que saldrá de esto. Aspiro a no devaluar mis piezas.
Algo no muy diferente pasa en el fútbol, quizá a la inversa. Hay jugadores que valen más, parecen más, pero...la diferencia se exagera por un círculo vicioso e marketing e intereses comerciales. Puede que una torre valga más (un extremo sea mejor), pero en manos del equipo y de una dirección sabia, todo se iguala. Porque el deporte de élite hoy es tan competido y voraz que el más tonto hace relojes. Se ha olvidado todo eso, los cromos y los anuncios parecen valer más. Puro humo. Solo que, a la larga, la acumulación de talento en manos de megacorporaciones inclina la balanza irremediablemente. Pues que les aproveche, quizá un día el fútbol vuelva a ser el hermoso juego que nos gusta ver, sin ruido de fondo. Yo me concentro en mis pocas virtudes para tratar de evitar la diagonal que el alfil ladino quiere cubrir con maligno gozo.
Dundalk mira las partidas en vilo, entre las negras noches y los blancos días. Dios mueve al jugador, y este la pieza. Y nadie sabe que Dios detrás de Dios la trama empieza...
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