La culpa es una obscena compañía. Te anula el recuerdo en nombre de una utopía al lado de la cual cada realidad es pobre y ciega. Ata tus pasos como si no los merecieses porque otros no llegaron. Alimenta, en fin, la rabia del preso y el rencor del extraviado. Pero ese preso y ese caminante perdido son la voz de la muerte y el caos, no del denodado esfuerzo del crecimiento que conoce caídas y las incorpora a su camino.
Sorprende ver que la culpa se convierte en ganas de avergonzar a los demás. Por eso, quien hace fortuna avergonzando a los demás debe disimular su comportamiento en una serie de justificaciones retorcidas cuya extensión dibuja una sociedad triste, empeñada en competir por la inocencia primordial: que si todos lo hacen, que si yo tengo conciencia de clase, que si este marisco es baratísimo, etc... Justificamos nuestro compartimiento en los otros, y les rendimos perverso homenaje con nuestras explicaciones que nadie debe pedirnos, en una danza grotesca de culpa y contrición. Hacemos el tonto.
En fin, no somos spinozistas. Este judío huyendo de múltiples fanatismos dictaminó que la alegría nos perfecciona, nos hace mejores. Dos milenios después, seguimos apegados a la peor idea de los primeros cristianos, que tuvieron tantas buenas: es el sufrimiento quien nos ennoblece. Esta idea, que está tan alejada de la virtud clásica, sirve en ocasiones para aguantar los golpes que la vida reserva a todos con abnegación y dignidad. A mi parecer, llevarla cada día como un manto de sangre es una receta infalible para la desdicha.
Observo con preocupación la querencia del país en el que nací por las coronas de espinas y los sustitutivos banales de la alegría y me doy cuenta de que yo también los llevo y tan pegados que quizá no pueda despojarme de ellos. Dundalk se viste de nubes negras y azota el viento para agitar sus muros.
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