Fui a la catedral. es gratis para naturales y residentes, así que disfruto no pagando. Pero ay, la venganza de la providencia tiene infinitas caras. Las figuras del coro de madera me miraban con desprecio. La luz de las vidrieras me mareaba. ¿Qué es esto, qué es esto? me preguntaba mientras la música de órgano me aturdía. Estoy en el medio de la explanada poblada de columnas y nervada por la sombra de los cruces, mientras imaginaba arbotantes a punto de caer, solo para aplastarme a mi.
De pronto, ganas de mear. Deprisa, deprisa. Me encaminé rápidamente a la catedral vieja, quera ver su retablo impresionante. Y lo vi, conteniéndome como un señor mayor. Y me puse a buscar la salida, bailando mientras la urgencia de cualquier servicio se me antojaba más necesaria que la salvación de aquellos pintados antes del juicio final. Dónde están las puertas, no sé. Peregriné capilla por capilla como un puto peregrino y en ninguna había esperanza para mis desvelos. Me crucé con vírgenes, santos, querubines, serafines, turistas japoneses y unos que iban bien vestidos. Y ya estaba conociéndolos tras cada vuelta que daba, pidiendo perdón por mis pecados y convencido de que no saldría de allí, yacente de hambre, dolor y frío (y con los pantalones meados) cuando el Señor aligeró mi carga en forma de un visitante de unos 130 años que supo encontrar la salida a la primera. Corrí hacia la luz y sin mirar atrás entre a un bar donde expié mis penas. Y me tome un pincho.
Me llamo Miguel y esta es mi historia.
Dundalk se tapa la frente con la mano y piensa que otro idiota va a volver pronto, con lo agotada que está.
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