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jueves, 29 de junio de 2017

29/06/2017

El deseo humano de un principio, un medio y un fin -y un fin apropiado a la magnitud de ese principio y ese medio- no se realiza tan cabalmente como en las obras que Coleman enseñaba en la Universidad de Athena. Pero fuera de la tragedia clásica del siglo V aC, la esperanza de conclusión, y no digamos de una consumación justa y perfecta, es una ilusión demasiado necia para que la tenga un adulto.

Me gusta Philip Roth. Este anciano afable canta a un mundo que se desvanece, y no se permite la grosería de idealizarlo. En La mancha humana trata de la ambigüedad de la identidad y de los conflictos que nos moldean, el valor de la amistad ante el yo endurecido en fraguas de la incomprensión congénita que nadie superará y de la perversidad del destino, no en vano es una tragedia griega revisitada. Pero esos son temas menores. La novela exuda desprecio hacia las convenciones que oprimen y la mojigatería que nos acosa, siempre presta al contagio. Nuestras mayores malicias siempre serán superadas; hay un coro griego que nos examina y condena. Y ay, muchas veces somos nosotros. Ídolos locales que exigen la cohesión de la comunidad a través de la existencia del inadaptado.

El Dios del Pequeño Lugar: el chismorreo, los celos, la acritud, el hastío, las mentiras. No, los venenos provinciales no ayudan. Aquí la gente se aburre, es envidiosa, su vida es como es y como será, y por eso, sin poner seriamente el relato en tela de juicio, lo repiten, por teléfono, en la calle, en la cafetería, en el aula...

Hubo otro país, otro mundo, quizá fuera peor que este. En cualquier caso, la incapacidad de correr a la velocidad del mundo nos condena a añorar la frugalidad, el humor, la madurez. Y de repente, uno bucea en el pasado de su familia, lee cartas, habla con sus mayores y comprende que nada ha cambiado. Lo único que nos habla con amabilidad del pasado es nuestra conciencia de que nos acogió en mejores condiciones de las que esperamos. Y aunque el pecado original sea solo otro mito oscuro banalizado, acarreamos con ellos, los que nos precedieron, junto con los que vendrán y aquellos a los que damos forma mientras nos la dan en el devenir diario, un estigma que nos impide la comprensión plena. Qué hacemos aquí, por qué nos cerramos, por qué no callamos cuando no sabemos nada bueno ni bello, por qué condenamos como si no supiéramos que repetiremos la cadena que a los otros aplicamos. 

Coleman Silk hizo una broma y desafió las lineas invisibles. Que hago yo mientras los coches mugen, los números nunca cuadran, los semáforos se quedan mudos, las nubes bailan y el frío se cuela por los resquicios comentando una novela. Quizá es que percibo que hay un rastro que vamos dejando, y que la resistencia a llevar a cabo contra el empeoramiento de los años es demasiado ardua, y empeora. Quizá tengo miedo de lo que llegue a ser, o de quien empiezo a parecer. Como si una luz oscura se fuese abriendo paso y no cejara en su búsqueda.

Dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen..., no hay otra manera de estar aquí. No tiene nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente, definitoria. La mancha que está ahí antes que su marca. Está ahí sin la señal...

La mancha humana.







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