Hubo otro país, otro mundo, quizá fuera peor que este. En cualquier caso, la incapacidad de correr a la velocidad del mundo nos condena a añorar la frugalidad, el humor, la madurez. Y de repente, uno bucea en el pasado de su familia, lee cartas, habla con sus mayores y comprende que nada ha cambiado. Lo único que nos habla con amabilidad del pasado es nuestra conciencia de que nos acogió en mejores condiciones de las que esperamos. Y aunque el pecado original sea solo otro mito oscuro banalizado, acarreamos con ellos, los que nos precedieron, junto con los que vendrán y aquellos a los que damos forma mientras nos la dan en el devenir diario, un estigma que nos impide la comprensión plena. Qué hacemos aquí, por qué nos cerramos, por qué no callamos cuando no sabemos nada bueno ni bello, por qué condenamos como si no supiéramos que repetiremos la cadena que a los otros aplicamos.
Coleman Silk hizo una broma y desafió las lineas invisibles. Que hago yo mientras los coches mugen, los números nunca cuadran, los semáforos se quedan mudos, las nubes bailan y el frío se cuela por los resquicios comentando una novela. Quizá es que percibo que hay un rastro que vamos dejando, y que la resistencia a llevar a cabo contra el empeoramiento de los años es demasiado ardua, y empeora. Quizá tengo miedo de lo que llegue a ser, o de quien empiezo a parecer. Como si una luz oscura se fuese abriendo paso y no cejara en su búsqueda.
Dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen..., no hay otra manera de estar aquí. No tiene nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es inherente, definitoria. La mancha que está ahí antes que su marca. Está ahí sin la señal...
La mancha humana.
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