Yo jugaba con el barco pirata de playmobil. No recuerdo ahora que travesías imaginaba en el, pero bastaba una tarde para levantar un imperio y una estela de libertad. Peleábamos en la cubierta y nos resguardábamos de los temporales. Y la magia era dirigir el barco y ser una figurita más a su proa audaz. Poseidón y el marino que le ofrece sacrificios.
Esos días quedan lejos. Hoy, inmerso en otro bosque simbólico, los mismos juegos existen, pero en la cáscara de la madurez que forma un caparazón agrio, el orgullo ha suplantado a la felicidad como motor y guía. Agustín en sus Confesiones (posiblemente, las mejores), manifiesta esta misma extrañeza sobre esos cielos plomizos de la edad adulta. Cuando la conciencia de la finitud, las cicatrices pasadas y el gen egoísta trazan un plano de sombra en los raíles rodeados de mala hierba. Porque cuando la inocencia desaparece, el veneno del juego nos atrapa para ser nosotros mismos juguetes de lo que anhelamos, para escapar de nuestro sentimiento de finitud inacabada. Y jugamos sin brillo y actuamos sin ganas. Quien sabe si una de las figuras que se mueven a nuestro lado es quien dirige la obra, llena de elipsis, repeticiones y falta de vigor dramático. En verdad os lo digo, sería para darle dos hostias.
Dundalk baila mientras los coches recorren su lomo como si fueran sombras brillantes, centellas vaporosas contra las tapias grises.
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