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miércoles, 6 de septiembre de 2017
Seis de septiembre. El cerebro del mal.
En Wansee, a las afueras de Berlín, hay una villa. Entre sus paredes se acordó el mayor genocidio de la Historia.
Leo en HHhH que su arquitecto, Reinhard Heydrich, contaba 36 años. Sé que es una chorrada, pero es mi edad. No puedo sentir el pavor maduro ante la exaltación juvenil que ignora lo que siega ni el desconcierto del niño ante las bajezas que cometen los hombres, maleados y oxidados por el tiempo. Solo puedo sentir el pavor y el desconcierto unidos a la certeza de la indiferencia del mal. Heydrich, siempre circunspecto, fue un protagonista en la hora estelar de los asesinos, de Babi Yar a Auschwitz. Lo que sigue aterrando no es solo la sangre, sino la tinta para registrar, la burocracia y la combinación del asesinato en masa con el cuidado de las agujas de la vía del tren. Porque las ideologías, forjadas en el molde de las religiones, premian los esfuerzos para conseguir la venida de la tierra prometida, y así extienden un odio ubicuo que permite hacer de la muerte una industria. El más malvado de los hombres se detendría en mitad de su lago de sangre si no creyera que lo que hace es realmente necesario.
Esa es la banalidad del mal, también. Necesita el fuel de la segunda venida, el kitsch de la edad de oro, el infantilismo, la redención de niños asustados que en el culmen de su vida, quizá con 36 años, arañan los surcos para dejar heridas que ya no sanarán. Pero a nadie importa: otra manifestación de esa banalidad es el olvido que surge del recuerdo superficial. Cuantas veces no habremos oído nazi o fascista. Esas comparaciones absurdas son el caldo de cultivo de nuevas pestes. No hay mayor propagador de una doctrina que quienes viven de zaherirla sin sentir nada.
Dundalk mira hacia la noche temprana y olvida la jauría humana que abruma toda la tierra.
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