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lunes, 22 de enero de 2018

El altar de la virtud.




Se han concedido al ser humano innumerables dones; la justicia, que iguala. La libertad, que vuela. La sabiduría, que rescata lo que nos ignora para aprender quienes somos. La emulación, que nos olvida y recrea. La piedad, que nos rescata de la ira. La noche, que borra lo que nos hiere.
Sin embargo, hay algo que nos ha sido concedido para confundirnos y perdernos. El altar de la virtud, de mármol en los palacios y de bambú en los arrozales; allá donde un hombre haya puesto sus ojos, se levanta ese altar espontáneo de la verdad y la luz que no admite la brisa. 

Es sonoro; retumba con las caídas. Demanda castigos con fulgor taimado. Eleva la pureza sobre la benevolencia. Inscribe unas simples líneas, para nuestra desgracia: "Es la virtud quien nos guía, y los virtuosos convierten en virtud cada acto que acarrean".

Y entonces, cuando la inocencia iba a vencer, y los ritos y el aire de la familia humana iban propagándose hacia el futuro, la virtud como estilete ha arruinado la trama siempre insegura del trato. Y necios insensatos punzan las alegrías de la decencia mientras enarbolan tan grandes palabras que aplastan las frágiles vidas apenas con rozarlas. Pero lo peor es que se han convencido de que están en la luz.

Dundalk y yo vemos a los nuevos puritanos agitando teléfonos que lucen como antorchas cercanas y temblamos ante su voracidad sin rumbo.

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