Por razones históricas y excéntricas, siempre me fascinó el ritual de elección papal. Me resulta altivo y desdeñoso, un proceso antiguo que no debe servidumbres al espíritu de nuestro tiempo. Y, por supuesto, el hecho de que sea relativamente inocuo me permite disfrutarlo con el plácido cosquilleo de la culpa frívola.
De aquellas viejas liturgias, me enamoré del nombre Camarlengo y más aún de sus funciones. El Papa, el último emperador con vocación universal, recibe un anillo de poder, nada menos, el anillo del pescador, hilo finísimo que lo enlaza con milenios de historia humana. Es tentador pensar como contempla simbólicamente el mundo el sucesor de tal estructura de poder, un relámpago que ilumina la llanura y da fulgor a la figura más seductora y temible, las pirámides de jerarquía. Desde arriba, las figuras parecen mínimas y agitadas por un viento que les empuja aún más bajo, como advirtiendo a quienes están en un escalón superior no ofrecer la mano sin esperar castigo. Desde abajo, la luz de la cima perfila las figuras con un brillo majestuoso y perverso, realzando y fortaleciendo sus figuras. Y esto lo pueden ver todos los que no tienen más imaginación que la que alza el miedo y ven lo que no existe para ser ciegos con lo que hay de verdad, como decía Pessoa que los que ven el Tajo ven América y sus riquezas mientras que los que ven el modesto río de su pueblo solo ven sus orillas y por eso es más bello.
Me distraigo. Incluso el poder más inefable y temible declina para seguir construyendo su abstracción sobre los restos de sus servidores caídos. La enfermedad de la importancia devora como una pasión oscura y te enterrarán con ella. El camarlengo llama por su nombre al Papa muerto tres veces y después recoge su anillo del pescador para romperlo. De sus restos se construirá otro para poder y gloria de la organización que domina y la carne se pudre para que la jerarquía siga resplandeciendo en las mentes de quienes quieren pertenecer a algo más grande que ellos mismos para lograr alcanzar lo que por ellos mismos nunca creen que podrían.
Dundalk ha visto a muchos caer y aconseja a sus ahijados que no confíen en la convención para evitar mirarse a sí mismos. Llueve con persistencia y la piedra del puente antiguo resplandece con la luz mortecina de la tarde en otro fulgor en el que nadie parece reparar.
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