Cuando arreciaba el viento, los pabellones de los navíos temblaron y las aves oscuras buscaron refugio. La tempestad entraba bajo los doseles y en los resquicios de las hendiduras. Su gélido beso llevó escalofríos a los altos edificios vacíos, que están llenos de cicatrices y el barro del campo de juegos, que resplandece en la memoria. Las asas de los columpios silbaban en el parque vacío, movidas por una furia invisible. Detrás de las ventanas, miraron asustados y fatalistas, abandonados a lo que habían oído a otros. 'Nos han dicho que acabará pronto' musitó ella, agarrando su mano más fuerte mientras la ventana latía como un pecho ansioso. Atemorizado, él logró susurrar 'Eso han dicho. Pero estaremos juntos, venga lo que venga. Y la esperanza se hizo hueco en sus corazones, que deseaban abrigarla. Del frío, de la soledad, de la destrucción que se abalanzaba desde más allá de las nubes.
Una ola barría la tierra, como venida del odio de la providencia y el futuro. Levantaba ondas en el océano que convertían ciudades en tierras baldías y los campos en páramos. Doblaba el horizonte y desplomaba el cemento y el metal entre trinos de pájaros asustados. Invocaba el fuego que dormía en las redes eléctricas e inundaba las carreteras y las vías de trenes. Alzaba contra su impulso a los que trataban de huir o aquellos que quedaron tras el derrumbe de los muros de sus cobijos. Levantaba volcanes en la noche inmensa. Separaba a los que se buscaban . Hacía temblar la tierra.
Ellos se abrazaban, contra el rencor de los rayos que deseaban separarlos, de las hachas del destino que en la oscuridad ansiaban agrandar el espacio entre los cuerpos. Los llantos y los quejidos habían dejado de oírse hacía tiempo ya. Ellos habían comprendido que nunca habían dejado de buscarse y que el afecto es una sorda y desesperada lucha en una tiniebla brumosa que persigue el fulgor del encuentro de dos almas en sus débiles cuerpos temblorosos. Ya no decían palabras, ahítos de sonidos que no significan nada. Las hojas secas de octubre bailaban sobre el asfalto, entre coches desventrados. Sabían, sin decirlo, lo que el otro pensaba. Que hermoso relámpago es vivir, que suerte inmensa.
Las paredes comenzaban a resquebrajarse, desnudando un crepúsculo ardoroso que iluminaba un planeta inerte. Serían los últimos, se preguntaron, antes de olvidar la inutilidad de todo lo que habían oído, meses de negación e histeria. Generosas lágrimas colmaron sus rostros mientras el suelo temblaba. Los cristales se hicieron añicos. Las puertas se derrumbaron. '¿Volveremos a vernos?, preguntó él, mientras la tempestad hería sus rostros y una gran bola de fuego volaba hacia ellos invadiendo todo, y ella sonrío y le miró, porque no había nada más que decir y porque su conexión era la última brizna en un mundo muerto, y él también comprendió y así sonrieron, serenos y felices cuando la luz lo inundó todo.
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