Estuve ayer en Dun Laghoire. Es un lugar despreocupado. Cuando luce el sol, la costa rocosa deja ver la espalda del mar refulgiendo y los parques se llenan de puestos de comida. Como casi todos los sitios, ha devenido en un sitio sin lugar; podría estar en cualquier lugar.
Era distinto cuando un joven llegaba para compartir la habitación en una torre. En su cabeza, Finnegan comenzaba a despertar; la sensibilidad del artista adolescente bullía en su ánimo y almas denostadas miraban la vida pasar como si fueran las sombrías, sediciosas aguas del Shannon.
James Joyce tenía 22 años cuando llegó un día, imaginarnos lluvioso, de Septiembre de 1904 buscando cobijo a la torre Martello, que estuve visitando un rato. Parece ser que no le hacía mucha gracia mudarse allí, pero tampoco tenía muchas opciones. Su compañero, Oliver st John Gogarty, le parecía arrogante, una de las figuras literarias que ya disfrutaba zahiriendo con insolencia. Puede que la invitación llegase temiendo lo que Jamesito podría seguir escribiendo acerca de él. Para más diversión, llegó un tercero en discordia, Samuel Trench, un excéntrico irascible que al parecer insistía en hablar exclusivamente en irlandés a pesar de su acento marcadamente oxoniense. Vaya un cuadro. Puede que Joyce fuera el más convencional, al menos en esa época.
O le obligaron a serlo. La sexta noche, Trench tuvo una pesadilla acerca de una pantera negra y consiguientemente cogió una pistola y disparó varias veces a la chimenea antes de volver a dormirse. Tarde. Gogarty llegó a la habitación al grito de '¡Déjamela a mí!' y se puso a disparar a las sartenes de la encimera sobre la cama en la que había tratado de descansar Joyce. Luego, partió, caminó una noche entera de vuelta a casa y a la mañana siguiente, se fue de Irlanda. Se ignora si los compañeros siguieron cazando panteras entre las verduras apacibles de la isla esmeralda.
Joyce no volvió a residir de forma permanente en la isla, mas nunca dejó de buscarla con su imaginación sin regresar. Quizá sea en esos puntos ciegos de la realidad y la imaginación, en esa duermevela donde la vida parece hecha de un material traslúcido y nosotros caminamos como dentro de un sueño, donde nos encontramos con lo que nos llama. Acaso lo que acecha tras el espejo es lo que deseamos antes de que sepamos qué es. O puede que todo sea tiempo que agota y vida que se renueva incesante. Y en la torre Martello aún resuenan los rugidos de una pistola, la seducción de la mirada peligrosa de una pantera de ojos de ascuas en el fondo oscuro de la chimenea y una voz se abre paso por la diminuta escalera espiral
"MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana…" pues, como ya habréis adivinado, la epopeya de un día de otro Ulises, Leopold Bloom, comienza en la torre Martello. No he leído su Ulises, pero adoro Los muertos, ese relato delicadamente atroz que contiene una frase que me acompañará hasta que la muerte ciegue mis ojos, 'Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida'.
Y nosotros caminamos por una playa cercada por nubes grises desde las que una fina llovizna nos vela la luz delicada de la tarde de primavera, entre la realidad y el deseo...
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