Tengo para mí que la historia es una rama de la ficción apenas más convincente que la pura fantasía. Acaso sea por ello por lo que tiende a una rima pobre de ecos disonantes. No la acabamos de creer del todo. Aunque lo hiciéramos, ¿de qué sirve que otros sufrieran, si yo sufro ahora? De que valen las enseñanzas en cabezas ajenas. La niebla que deja pasar la luz mortecina de una luna menguante mientras escribo se repite indiferente a nuestra presencia y nuestra ausencia. Saberlo es el principio del temor, que es el principio de la sabiduría, que es a la vez dolor y lenitivo. Desconocer la muerte es ser inmortal. No se nos ha concedido ese don ingrato. Y puede que sea ese deseo siempre frustrado de comunicarnos con lo que pudiera hacernos entender lo que sabemos y el deseo de no saber lo que hace nacer la chispa de la conciencia, nuestra luz y perdición.
Si es cierto que somos un conjunto de átomos que se mantienen momentáneamente unidos un instante fugaz para que gocemos de esa sensación tan injustamente valorada que solemos llamar vida, la conciencia debe ser la forma de tratar de que esa materia se revele sus secretos. O pudiera ser que solo exista un impulso irresistible de vida del que somos íntimos recipientes pronto desechables. De cualquier modo, no importa tanto. Venimos de la naturaleza, donde solo hay o plenitud o muerte, en feliz expresión que he leído hace poco, y a ella vamos, expandiendo la plenitud cuando podemos para ocultar la amenaza. Hay decepción con la vida, la realidad, el mundo, pero también hay aceptación y renuncia. Hay cementerios monumentales con gigantescas estatuas como gritos aterrados contra el vacío y hay una sedimentación de actos altruistas y humildes. Hay terror y amor, soledad y encuentro. Sea lo que sea ser consciente, feliz, vivo, todo ello parece oscilar en el delicado equilibrio entre el desencanto y la esperanza. Sombras y niebla; a la permanente confusión entre ser y deber ser, o lo que es lo mismo, entre causa y efecto, le debemos un perpetuo desconocimiento de nosotros mismos y una desolación recurrente.
Hay en el museo de historia natural de Londres un tronco de una secuoya que vivió casi 1,500 años. Junto con la historia de su vida, se narran a su lado la Gran Historia y los mitos que han conformado nuestra visión del mundo. Imagina un árbol creciendo lento y fuerte en una tierra olvidada, viendo pasar los seres y las permutaciones de un Cosmos aún más paciente. ¿No parece a su lado, frente a su madera robusta y hermosa que lo que nos cuentan de otros, cada remordimiento y cada lágrima, cada rencor y cada amor, cada duelo y cada euforia, son irrelevantes al lado de su tranquila majestad? Nunca debemos incapacitarnos a la alegría, que nos perfecciona. Me pregunto, mientras la niebla otorga una sensación de debilidad a la noche, si olvidamos lo relevante para acogernos en brazo de lo reconfortante, el anhelo de una unidad que nos dirija a un futuro amenazado. Las aguas van al mar en un rumor antiguo, sin saber, sin sentir, sin esperar, uniéndose en un rito fatal que no necesita de ojos que lo vean y se renueva como pasan los años por los árboles y la noche, como lo hace por el alma del mundo, en un latido primordial y extraño.
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