Hace unos días descubrí en mi ciudad una pequeña iglesia por dentro. Desde hace unos años no se dedica al culto y pervive como bien cultural de un pasado cada vez más remoto: hemos decidido basar nuestra historia personal en un olvido genérico, como nuestros ancestros lo hicieron en el recuerdo popular que funde hechos, leyenda y deseos.
Está dedicado a Tomás Becket (Tomás de Canterbury o Tomás Canturiense, como el nombre de esta ermita, también). Curiosa vida la suya, como la de casi cualquiera que se adentra en los meandros de poder: fue alzado al arzobispado de Inglaterra por el Rey que luego pugnó con él por el poder sobre almas y cuerpos de los que no tienen nombre más allá de su muerte. La cruz contra la espada. Unos comentarios ambiguos de este rey, Enrique II (por cierto, casado con Leonor de Aquitania) desembocaron en la trama en la que se urdió su muerte, a menos de cuatro nobles que ansiaban ameritar más altos honores. No se sabe con certeza si fue conjura o exceso, ¿acaso importa? Lo que resultó relevante fue que el pueblo inglés adoptó un mártir y la cristiandad aclamó a una figura que consideraba heroica y desdichada.
Así corre la Historia, a empujones de verdad y mito, supongo. Lo que me resulta asombroso fue que en lo que sería un cerro entonces en un campo de jaras y encinas, con una vista breve de un recodo del Tormes, dos hermanos decidiesen honrar su memoria allende su tierra solo cinco años después de su asesinato. Una pequeña ermita en un lugar alejado que aún ha llegado a nosotros. No fueron los únicos, a lo largo de Europa muchas otras capillas se erigieron en su nombre. Conjeturo que su historia, como la del Cristo, más allá de circunstancia y creencias particulares apela a un temor profundo y acuciante para cada humano, el de ser víctimas inocentes de un poder desalmado. Y a pesar de esas razones que compartimos, uno no se imagina el sacrificio por otros, por su memoria en el hoy. La moral narcisista que hemos adoptado parece más confortable dejando gestos e impulsos breves que lo duradero. Supongo que es algo que retomaremos, cuando esta pendiente de nihilismo vital llegue a su fin. Acaso encontremos un equilibrio, siempre precario, entre la convicción y la tolerancia. No lo sé. El silencio de la nave modesta y un ábside sin decoración más allá de cuatro cabezas en la base de las pilastras que parecen nombrar las cuatro naciones que el mundo conocía entonces (Europa, África, Lejano Oriente, Arabia) y una figura del Santo no dan ninguna respuesta. Pero la calma que exhala, el aire suave que transporta un silencio auténtico, aquel en el que el alma puede respirar, ofrece un buen lenitivo para mí. me hace pensar en homenaje, humildad y reconocimiento, amor y dolor, pena y belleza.
¿Por qué aquellas gentes decidían tratar de legar a los otros los mejores frutos de su esfuerzo y su compasión? ¿Por qué no seguir, en la medida de la modestia de nuestras fuerzas ese ejemplo? No se trata tanto de la fé como de un reconocimiento instintivo de que nuestras vidas están orientadas a algo más allá de ellas, algo que las alumbra y conforta con una luz especial.
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