Hemos imaginado la imagen muchas veces. Encima de baldosas donde agonizan hojas grisáceas que el viento agita, quedan mesas y sillas de hierro. El óxido, paciente, ha seguido mordiendo sus piernas. Gimen con un silbido agudo cuando el vendaval azota el patio. Las nubes grises coronan su salón del reino de los sueños rotos, enfrente de paredes descascarilladas con ventanas sucias. El tiempo transcurre lento, latiendo gélido en las fuentes de mármol que el hollín mancilla, los faroles huérfanos, los huecos que acogieron parasoles, los carteles desvencijados contra muretes que circundan el patio desolados. Castaños tristes balancean sus ramas frescas. Todo es silencio.
La idolatría es el paso previo de la herejía: hubo verano aquí también un día y se vivió con entusiasmo frenético. La música fluía, las miradas furtivas aleteaban, los pasos golpeaban pasillos iluminados y jóvenes, la vida trataba de subsistir en su mortecino pasea de humores, vapores y tratamientos, en una versión ralentizada de sí misma, con la carne y el alma fundiéndose en un verano placido, cansado y con el ansia tras los ojos enfebrecidos. Las fuentes de la vida prodigaban esperanza y la brisa acariciaba rostros que desearon creer. Pasaron los años. Guerras, desapariciones, despedidas, erosión. La enfermedad y la muerte, puertas geniales al salón penumbroso que llamamos vivir, se enterraron bajo las alfombras vivaces, que después también un carruaje llevó a los palacios cercanos en las montañas del Este. Languidecieron quienes vieron languidecer a otros. Las palabras se enterraron bajo la nieve de febrero. Los hechos se desvanecieron, la decadencia arrastró su manto de elixir atrayente y venenoso.
Hemos perdido los nombres de los objetos, los animales que viven con nosotros, las plantas que nos dan luz y color. Como de lo que sucede cada día, estamos más informados de lo exótico, cualquier polémica global que lo que transcurre lo que ha sucedido en el portal de al lado. La ciudad se encoge mientras los días se agostan en una luz íntima. Yo, llegado de la luz, me siento en una silla derrotada, navegando desde el centro del patio en una espiral invisible hacia su mismo centro, en el que aguarda el olvido. La mesa frente a mí ha conocido fantasmas que yo no podré ver. El tiempo vira hacia el invierno y lleva el patio del viejo balneario, como un barco fantasma desventrando la bruma espesa. El viento cala los huesos, una lluvia fina tamborilea los charcos y las mesas. Las nubes se cierran contra la oscuridad. Es hora de irse y los fantasmas se quedarán otra noche, bailando sigilosas hasta que nos unamos a ellos y el frío nos envuelva con dulzura. Todo es silencio.
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