Érase una vez, en el tiempo de los antiguos héroes y sabios, largo tiempo idos, cuando existió un caballero que tras luchar contra muchos males y empuñar la espada por la justicia se perdió como el eco en el vendaval. Nada se sabe de su nombre, como él hubiera querido, cómo si hubiera escrito las palabras de su linaje en la corriente del arroyo. Las gentes han contado su historia desde tiempos remotos como consejo y advertencia a los nuevos nacidos. Poco más se sabe y poco más se puede saber. Fue tras la victoria en la Pradera del Sol. Las crónicas hablan con atención del bravo caballero que después se perdió en la sombra.
La alegría de los audaces llenaba los campamentos. Las antorchas sonreían a los estandartes victoriosos. Pero la alegría había huido de su rostro. Dejó atrás los abyectos festines de la conquista porque la muerte se había aparecido frente a él a lomos de un caballo bruno para arrastrar a unos y otros a su abismo. Partió una noche de alegría y hogueras, sin que apenas nadie reparase en él, taciturno, envuelto en presagios y lleno de remordimiento.
Se adentró en la tierra vacía, desolada, aquella tan turbia y triste que ni siquiera los poderosos reclamaban. Quizá buscaba dragones, o un alivio para su tormento. Porque había visto su sombra solitaria y la soledad infinita inconsolable de los que habían caído tras haber cabalgado a su lado. Vio los rostros de los que él había despojado de vida y sintió vértigo y desolación, fríos como la espada que portaba y le pesaba como un mundo.
Recordó su casa con agonía. Lo que amaba se había desvanecido mientras su camino lo alejaba pérfidamente de su goce y los que amaba, engañado por su propia soberbia. Había envejecido tomando lo que la mañana le ofrecía y devolviéndolo a la noche, sin quedarse con nada. Entonces sintió la conmoción y fue como si la tierra se agrietara y le abrumó la cúpula del cielo. Tenues lágrimas surcaron sus mejillas resecas. Las nubes negras se cerraban tras su paso y formaban una ominosa bóveda que se agrandaba en el poniente.
Y sintió el vacío de sus días, y el frío de la soledad irremediable y la amargura habló en su corazón para que despreciase su pasado y abandonase la esperanza. El yermo extendió sus ojos y en la lejanía un fragor de tormenta resonaba sobre las cumbres. El camino era pedregoso y serpenteaba sobre riscos oscuros, contra el atardecer inmenso.
Y el cansancio se apoderó de él y una voz ronca se apoderó de su espíritu, hablando el lenguaje de la culpa, cayendo como la lluvia implacable sobre su armadura gris y gastada. Allí supo la voz de sus armas, que lo odiaban pues habían sido despojadas de dulces caballeros a los que él había arrebatado la vida cuando apenas habían florecido. Supo el penar de sus seres amados, que habían languidecido en su ausencia y murmurado su nombre en las noches de invierno. Supo el monótono repicar de las campanas en la noche que sonaban por las ausencias que nunca serían repuestas.
Y una voz en su interior preguntó con oscuridad y temblor, vosotras, que habéis sido arrebatadas con sangre de vuestros dueños, ¿beberéis mi sangre? y otra voz rugiente desde su pecho contestó airada, sí, pues has dado muerte a nuestras alegrías que nos forjaron con amor y llevado la ruina a sus casas, nosotros los vengaremos. Deprisa te daremos muerte.
Y el caballero se encamino a la entrada de una gruta y dejó a su caballo huir antes de adentrarse en las frescas tinieblas para oír por una vez más la voz de su amor que había dejado olvidada.
El día es gris y pertinaz la lluvia. Las oscuras nubes son una cúpula de silencio y el tiempo pasa, implacable, sobre las calles vacías y sobre nuestros huesos.