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viernes, 21 de julio de 2023

La espada que mató a Arquímedes.

La leyenda dice que las ultimas palabras de Arquímedes, genio universal, al soldado que atravesó con su espada su pecho fue no me borres los cálculos, que estaba dibujando en la arena y que el legionario romano estaba destruyendo. Sea verdad o no, es un buen contraste entre la fuerza definitiva y el conocimiento provisional que mejora los días concedidos sobre la tierra.

Una de las consignas del encierro por la epidemia fue que los pesares acarreados nos mejorarían. No hemos salido mejores. Uno no sale mejor o peor de nada, uno ha de probarse cada hora. Los miedos nunca se desvanecen del todo, la esperanza sigue brillando y el cambio nos pone a prueba. El dolor no suele mejorarnos, es necesaria una lucha interior denodada. Eso creo, vamos.

La fragilidad asusta. Los dones de la vida han de amarse por sí mismos ahora y en cada ahora. No pueden darse en trueque para obtener algo más o algo mejor sin que pierdan su brillo. Pero, ay, cuanto más dichosa resulta nuestra vida más nos aflige la imaginación de lo que nos falta y más nos atormenta la velocidad del cambio, el tiempo fluyendo veloz hacia su mar. La fragilidad de la existencia nos estremece, mas el poder de ser jueces del destino de otros es un reflejo del poder más abrumador que existe y su idea misma posa una sombra en el corazón, y es veneno y caudal maligno. La fatiga de vivir no sé alivia porque hemos decidido no dejar nada a una llama breve de esperanza. La rabia de los asesinos, el odio frío de los tiranos, se sostienen porque hay un poder aparente que se impone a todo, la destrucción. 

No obstante, en los momentos más optimistas me atrevo a conjeturar que esa percepción es errada y su perspectiva falsa. Existe otra luz más alta, refulgiendo con cada acción libre y creciendo en la incertidumbre. Sólo ella pervive en el tiempo; la muerte desgarra los frutos del futuro, pero la vida los forma y una vez creados, el eco pervive mucho más allá de lo que el permanente cambio deja entrever. Sí, somos frágiles hasta el absurdo de nuestra condición, pero la fuerza que entraña la posibilidad siempre presta reverdece las riberas del río que nunca se agota. Podemos fatigarnos de la vida, pero la vida nunca se fatiga de abrir senderos nuevos e imaginar otros. El olvido es la menor parte de la huella que cada existencia imprime, aunque pocos sepan su origen. Y tampoco importa que sea desconocido. Hay una esperanza que nos reclama y llega más allá de nuestros días. Somos parte de ella.

Arquímedes vive para siempre en la tarde soleada de Siracusa, momentos antes del fin. Todos sus proyectos y anhelos, pesares y temores se han perdido. Pero su legado brilla mucho más que el filo que segó su alma, largo tiempo mellado, cubierto de óxido y olvido. Soñamos con la vida perdurable en la que escapar del fin de la alegría, y el cambio permanente es el heraldo de ese fin inexorable.  El deterioro no encuentra consuelo en el poder o el arte si el yo no ha sido previamente domeñado. Y esa guerra entablada contra sí causa destrucción interior aunque se venza. Pero de las ruinas también nacen flores y hay estrellas tras las nubes de la noche.

La luz cae ahora diáfana y poderosa en el comienzo de la tarde. Acaso en el mundo del poder y la pugna la agonía anuncie un fin cada jornada. Hay otros mundos que llegan al prodigio aparente después de tiempos de progreso lentos, deshojando las posibilidades con tesón y audacia. Hoy el sol luce poderoso tras lomas de rastrojos y pedregosos senderos y las casas diseminadas en medio de la tierra árida y sufrida tienen una majestad extraña, la que dan la soledad y el silencio. Los pájaros renuevan su canto y la hora alumbra un mundo transparente y pausado.




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