También trato de pesar cómo serán los pueblos de la costa que perdieron sus fuentes de vida. El mar lamerá orillas pedregosas bajo cielos de cobre , sintiendo un viento frío que empujará bancos de nubes contra el horizonte difuso. Las casas serán iguales y si aún queda un hostal, alguna tienda y bar no será terrible...pero acaso sea más trágico, pues la tragedia puede ser irónica también y desvelar distancia entre lo real y lo anhelado sin que el deseo de que coincidan se pueda separar. Las gentes serán viejas, pocas figuras se aventurarán en la calle o la plaza frente a la lonja, el ayuntamiento, la casa del pueblo. Será como si el tiempo de la creación se hubiera detenido y el de la decadencia se expandiese hasta superponerse ambos en la misma quietud.
Me gusta imaginar todo ello, porque ya vivo allí. Siento habitar una quietud irreal envuelta de fragor indescifrable. Creo que estoy en un lugar mental que añora un mundo que ya no existe y no se conforma con las perspectivas del futuro cercano; que gusta de la soledad y encuentra la desolación hermosa y al tiempo desea la floración y el calor de la existencia. Que teme el punto medio en el que estoy: siento, ahora que la noche ha caído y el rumor de los que vuelven a casa se va acallando, que está en un lugar de vibración decadente. Sí, hay movimiento, pero no hay dirección. Sí, hay novedades, pero no hay esperanza. Mientras las grúas permanecen, edificios y parques se erigen y las luces se instalan para conquistar la oscuridad, veo en su futuro hierros sombríos y azules, vientos inhóspitos, lluvia gris y marasmo y allá, más dentro de mis ojos, las estampas de melancolía, con óxido y silencio, forman una ventana desde la que mirar a la desolación desde una esquina, cansada y lóbrega, de mi alma leve.
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