Echo de menos las noches cálidas que conseguí vivir. Anhelo sentir la brisa cálida nocturna envolviendo mis brazos desnudos, la manga corta, las terrazas. Deseo, necesito notar que la primavera despliega sus olorosas sábanas perfumadas. Tumbarme al raso en la hierba y contar estrellas. Sentir que la comunidad sale al encuentro y cesa de ser un vidrio fragmentado, creer que puedo encontrarme en otros, en paseos imprevistos, en la improvisación de deambular a lo largo de calles gastadas y queridas por mí. Ay, añoro la suavidad de la lentitud en el paso de multitudes joviales. La misteriosa alegría de quienes nos sabemos mortales. La cavidad imperceptible que, en ocasiones venturosas, logra detener el tiempo. Quiero ver las noches llenas de rumor y excitación, de jazmín y abandono inocente. Me encanta que la primavera vaya destapando las cortinas y que llegue sinuosa a herir con su filo de luz el significado de la noche.
Cuando niño, sentía el llegar del tiempo prometido casi como una sorpresa. La casa tenía más luz y el resplandor de la mañana iluminaba hasta las sombras más recónditas. Todo lo que ayer costaba, era grácil y se daba sin esfuerzo. Lo arduo era de repente un don. Hasta el atardecer hería de intensidad y fuerza. Sin embargo, no era el sol cruel, aún. Era una bestia aún adormecida que daba sus primeros zarpazos desde el fondo de un sueño. La sangre acaso palpitaba, sabedora. Yo no lo sé: lo que el cuerpo advierte, el cerebro no logra acecharlo del todo. Las luces de los faroles solitarios, las voces lejanas, las paredes doradas de la ciudad antigua, todo conspiraba. Todo llamaba desde un lugar lejano, desde el seno del tiempo, con una voz sensual, un punto siniestra. La voz que no llega al interior de las casas, cuando el frío reta y el fuego cobija pero también amenaza.
Hoy es marzo y esto tiene ya muchos años. Quisiera atar la luz al mes y al cielo el de mi tierra, que hoy se habrá abierto sobre los campos en tonos rosados y azules. Las ondulaciones verdearán y los ríos seguirán, incansables, mientras resplandece el sol en sus muslos fértiles. Destellos entre las ramas de las encinas, de los pinos fragantes. El tiempo era entonces, y parecería ahora también, infinito. que tiempo de maravilla aquel que nos dio a probar la inmortalidad en un instante. Mas, ay de mí, sin querer aprender he aprendido que hay que dar lo que nos salva a la cruz del tiempo para que al fin nos acompañe...
Hoy es noche húmeda, acaso no fría pero tampoco invitadora. La casa, todas las casas se sienten vacías. Las ha abandonado el conjuro de lo que forma una complicidad, un gesto, el destino caído entre dos luces lejanas que vienen y vuelven desde dos misterios. No deseo que la noche venza, no deseo entrar obediente en el asesinato de la luz, pero el recuerdo puede herir y necesita más para sanar: una sensación, la vibración correcta, una pulsación que concuerde lo que esperamos y lo que ya hemos aprendido. Hoy es marzo, y deseo la primavera. Bestial, huracanada, invencible. Sin misericordia, sin tregua, con la memoria y el deseo de una brisa, un helado, una sonrisa y, allá, allá lejos, donde dicen que habita el olvido, una promesa de retorno contra las estrellas, alzado en la calidez maternal de la noche, ligero de equipaje, vencido sin ser derrotado.
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