Heinrich Kramer tenía un problema acuciante de odio. Afortunadamente para él, su época estuvo dispuesta a retribuirlo. Elocuente inquisidor, infatigable, había formado una imagen mental en la que mezclaba en su caldero una ardiente misoginia, creencias sobrenaturales dislocadas y una distorsionada y delirante imagen de la virtud. Como todos los fanáticos, creía cumplir la recta voluntad de su causa sin preocuparse de los renglones torcidos. Su celo hizo de él alguien temido. Su recreo en la morbosidad sexual y la imagen de las mujeres como perdición de las almas granjearon su desgracia primero, su venganza y triunfo después. A su destronamiento como campeón de la cacería de brujas le siguió la publicación de uno de los tomos más tristemente influyentes jamás escritos: El Malleus Maleficarum, martillo de brujas, con la colaboración del también inquisidor Jakob Sprenger. El poder de la imprenta y sobre todo el del miedo hicieron el resto.
El manual es delirante y contempla como detectar a las brujas, las formas de sus actos y su destrucción, incluyendo de cuando en cuando detalles procesales para asegurar las condenas y confiar en los tribunales que, protegidos por la Providencia, no son susceptibles de embrujos. Reeditado docenas de veces, su influjo en Europa durante más de dos siglos alimentó la histeria y acabó con la vida de miles de inocentes.
En fin, se trata de una historia denigrante y estremecedora, pero no hay suceso humano del que no se puedan extraer ganancias para hoy, con la humildad debida. Se trató de un caso límpido de tormenta irresistible en la que la intersección concreta en la que el pánico moral se alía con la ganancia individual brilla como el punto de luz que en una llanura sombría ilumina el rayo. No se trataba solo de la ansiedad de creer vivir rodeado de maldad acechante, ni del temor a poder ser denunciado anónimamente, ni de la coerción a aparentar creer para no ser acusado. En algunos momentos se instituyó que los bienes de una persona ejecutada pasaban a dividirse entre el acusador, el verdugo y el inquisidor. Imagine el lector cómo una parte de la población sentía cada mañana estar caminando sobre hielo quebradizo. Cuando la perversidad es virtuosa apoyada por un sentido de la vida que trasciende la existencia concreta se abren las puertas del infierno. Resulta lógico pensar que un número considerable de personas sentían un soplo de virtud mientras vigilaban, delataban, torturaban y asesinaban a sus vecinos. Y resulta tentador poder decir que no hemos aprendido nada, pero sería cínico. Seguimos siendo irracionalmente temerosos y agresivos a resultas, pero hoy no abundamos en esas cacerías, aunque las siga habiendo. Quizá nos falte lo más difícil: sobreponerse a la tentación de la satisfacción moral para el fortalecimiento de tribus, fes, partidos e ideologías. Quizá nunca se pueda lograr.
La ciudad oscura lleva en su lomo el viento y el río repta hacia la mar en un susurro turbio. Seres se recortan contra el cielo y la superstición y la pobreza del espíritu anida en nuestros espíritus ahogados por el malestar global. Buscamos una luz que nos inunde, como una bendición innombrable que pacifique nuestros rostros y ponga un nombre más amable al frío.
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