Sólo sobrevivo a mi época porque escondida tras mis vidas hay otras posibles. Son remotas y difícilmente accesibles, pero no son imposibles; con eso basta. No necesito visitar todos los otros lugares y momentos, pero preciso que existan. El mundo es de quien nace para conquistarlo sin piedad, sí, pero yo a cambio llevo en mí todos los sueños.
Soñar despierto me consuela de mis defectos y fracasos, aunque corro el peligro de quedarme en ellos, flotando como en un agua templada que no vigoriza ni calma, pero adormece. Lo sé y asumo el riesgo. Si no tengo la oportunidad de ser otro; si la aventura de cambiar de rumbo no abre una nueva aurora; si debo resignarme a caminar todos los días por octubres lluviosos y oscuros y fríos, no deseo los frutos de la rutina. Dadme la vida que amo: aunque casi todos los sueños se agosten como rastrojos de las eras, los quiero, porque es bueno tenerlos y porque la desesperación me abatirá cuando comprenda que no sere capaz de elegir otro camino. Es demasiado tarde para renunciar a ser otro, de resignarme a no desear no ser yo.
La noche se abalanza pronto sobre ciudades ignorantes de su destino fugaz. La brisa se levanta, el río transcurre silencioso. Luces desperdigadas titilan, susurros llaman, figuras surcan cielos metálicos. Me imagino más feliz, más pleno, más talentoso o más fascinado, en otros tiempos, en otros lugares, reflejado en luces de ciudades en llamas que iluminan un rostro que trata con animosidad de escapar a cualquier otra parte.
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