Después de tres amables días en Dublín, breve visita a su National Gallery. Es humilde y coqueta, silenciosa como un caserón abandonado pero cuidado por una mano invisible en el que los extraños apareciésemos de repente a hurgar en sus fogones y sus cartas antiguas con curioso respeto.
Entre la visita, un extraño paisaje cercaba un mundo. Un árbol tronchado. Unos riscos que abren el llano que llega hasta la colina, un molino solitario allá al fondo, un cielo que esconde su amenaza.
Las cabañas duerman al pie de un saliente sobre el que la base del castillo se impone, imponente, sobria, triste. La amenaza de las nubes, el invierno que en Dublín traía su brisa helada, el señor del castillo, ceñudo y solitario, han convertido la tierra feraz en un predio otoñal y deslucido. Donde la compasión no es algo estimado, sentir lo que otro, buscar las raíces de nuestra condición humana compartida... sino algo percibido como muestra desdeñosa y vergonzosa de superioridad. Porque la debilidad, la angustia, la tristeza y los demás heraldos negros de la muerte no se permiten y, dicen, agostan la cosecha. Y de lo que no se habla no existe.
Como Sísifos modernos cosecharán y recogerán, pagarán sus diezmos y tratarán de ponerse en paz con Dios. Y un oscuro deseo preñado de preguntas e insatisfacción visitará sus noches.
Salí del museo perplejo entre caras y sonidos que el silencio de esa campiña mudaba en reposo. Si hubiese habido bruma, el contorno (ahora) familiar de un castillo se hubiese dibujado en el aire leve.
PD: Gracias, amigos :) Tres días estupendos.
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