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domingo, 5 de marzo de 2017
05/03. Elogio del profesor.
Tuve la suerte de ser educado en la escuela, y de que mis padres no se opusieran a ello, considerándolo una intromisión; en otras palabras, considerándome un fruto exclusivo de sus afanes y no un hijo de la necesidad, el azar y el tiempo, como todos.
No me refiero solo a la escuela, formé parte de equipos, rabié con los otros, tuve breves glorias y a veces me dieron mi merecido. La vida me enseñó con palos, porque no le importamos, y mis educadores me lo mostraron y me protegieron de ello mientras iba creciendo en fuerza y (supuestamente) conocimiento para protegerme yo mismo.
Sé que es un tópico, pero no reconozco ese mundo que me crió. Hoy todo parece ser una miríada de solipsismos intersubjetivos, construyendo alrededor una burbuja, una jaula que se quiere confundir con el mundo particular de cada uno. La cultura de la queja solo es comparable con el ánimo de ofender (también llamado crueldad) y perdemos energías considerable ante cada novedad/gilipollez, reaccionando exageradamente ante todo, algo así como burgueses de sombrero de copa muy alta y bigotillo recién peinado.Reproducimos así relaciones de domino ancestrales y arrebatadas, en las que la queja de ayer justifica la ofensa de hoy.
No lo sé. Yo creo que vivir en sociedad requiere unas formas derivadas de que no tengo derecho a esperar que todo el mundo contemple mi espacio vital sin rozarlo; aceptar que solo serás especial si haces algo especial. Respetar a los demás, que son tu espejo y la única manera de llegar a saber quien eres. Ser honesto, sincero y actuar de buena fe. Y no transigir con el mal, con quien goza avergonzando o hiriendo.
Creo que fue Cervantes quien dijo que nada hecho con buena intención puede ofenderme. El pueblo ha acuñado que no ofende quien quiere sino quien puede. ¿Por qué lo olvidamos tan pronto? Es mejor que la ofensa cruel merezca desprecio y no ofensa de vuelta (legítima seguramente, pero que no te dará nada). Hay ya en todos los sitios batallones buscando ofensas reales o supuestas para convencerse de que su rencor tiene motivos. Nosotros, que detestamos el victimismo, aceptamos las injusticias que se nos cometen porque sabemos que nosotros también las cometemos y porque encontramos alegría en sabernos valientes.
Vuelvo a mi escuela. Recuerdo un profesor que detenía las clases para enseñarnos como son las cosas afuera. Recuerdo sus breves charlas cuando necesitábamos ser educados: porque un alumno había llamado a otro maricón (así conocí el destino de García Lorca), porque alguien había despreciado a una persona por ser barrendero, porque no respetábamos a un compañero. Recuerdo una de sus palabras más queridas: contención. Ha llegado a ser también una de las mías, con los años. Contención en la forma de hablar de otros, de valorar opiniones ajenas y propias, contención incluso en la indignación para despreciar lo que no merece mas que desprecio.Y a esa filosofía estoica, nada brillante mas sustanciosa, trato de apegarme.Leyendo redes sociales, medios y a los poderosos de este mundo, creo que mis buenos profesores están perdiendo la batalla. ¿Y qué hago yo tratando de moderarme si veo la queja, el exabrupto, el tono de voz iracundo y el que hay de lo mío recompensadas? A veces pienso que nada, pero es ya tarde para cambiar. En mis mejores momentos, creo que solo un chispazo de orgullo que morirá conmigo...y sin embargo, es suficiente para mantenerlo.
Llueve una cortina dulce de agua y Dundalk mira con sus ojos torvos las nubes que completan el horizonte.
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