No hay tal andar como buscar a Cristo. No sé que busco, pero sé que no lo he encontrado, y ese cristos, el pan de vida, puede ser la armonía, el amor familiar, el éxito o el sueño tranquilo de la conciencia en calma. En fin, es la fe, el alimento principal del ser humano, ese animal que cree en lo que no vió. No sé de que tejido están hecho estos días que me atrapan y velan. Sé que hubo un momento en que la realidad parecía un tanto ajena, separada de mí, presta para ser atrapada y sierva de mi deseo. Vivíamos como si la muerte no existiera. Hoy contemplo esa existencia igual de irreal, siendo tan accesible, pero ahora estoy dentro de ella como si fuera un liquido que ni mancha ni limpia; parte de un universo lleno de otros y perpetuamente inquieto. En esa contemplación frustrante de lo que soy en el diálogo con lo que quise ser ayer, en el tapiz incomprensible del tiempo, crece la búsqueda de la salvación. Nunca se ha ido. Pero ahora, el bosque de símbolos ofrece más flores, más brillantes, más fragantes. Suelen ser mentira. Y la descompensación entre los infinitos dones al alcance aparente de nuestros dedos y su negación, codificados en un enjambre de eslabones que nunca alcanzan el ser, forma el descontento de los días. El devenir hiere y aviva el hambre. Siento una necesidad más profunda, de luz, de afecto, de calor, de vida. E imploro el pan de vida que se ha de conceder a quienes renuncien a sus destinos, para que nada se pierda. La fuente mana en la noche y, animal sediento, busco su gorjeo cristalino entre cortinas de oscuridad y frío. Me abandono a mí mismo para renacer, recuperado, y agacho mi mirada para buscar la luz que queda cuando en mí se pone el sol.
Dundalk toca las campanas y conjura el viento, mientras yo fatigo las calles en busca de lo que nos falta.
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