Hércules debió completar una serie de trabajos para completar la penitencia por el crimen mas execrable: derramar otra sangre. Cuando volvió de la tierra de la locura con que los dioses le castigaron con su habitual indiferencia cruel, se dispuso a completarlos para alcanzar la paz del alma, si es que que acaso tal cosa existió una vez.
Una de las pruebas más arduas y dulcemente atroces debía ser llegar hasta las ninfas del atardecer y soportar la seducción de una tierra en la que nadie puede quedarse. Este jardín del Oeste, de una tierra del ocaso que bien pudiera ser en mis cavilaciones la de mis padres, mientras la tarde anaranjada se derrama entre ondulaciones y trigales. Las hijas del Ocaso esperan en la duermevela y expulsaban a los que despiertan de su embrujo. Allí la arboleda ofrecía manzanas de oro que otorgaban la inmortalidad. Las diosas y un dragón de cien cabezas lo guardaban. Mas Heracles las robó con astucia engañando a Atlas, que sujetó el cielo para que él corriera debajo. Pero la inmortalidad de quien no aprendió a perdonarse puede ser una maldición eterna, dicen otros.
De vuelta del jardín, Hércules se topó con Anteo, hijo del mar y de la tierra, de Poseidón y Gea. Amado por su madre, era un gigante invencible en la tierra, pues Gea besaba sus pies cada vez que los posaba. Como hijo amante, quería honrar a su padre y levantar un templo, construido de cráneos. Por eso, quiso hacer la tierra suya, y de esta idea nefanda, por cuya causa se han cometido más crímenes que por cualquier otra, acababa con las vidas de los que recorrieran los territorios que él quiso arrebatar a todos los demás.
Severo es el desafío que afronta Hércules. Dos colosos invulnerables estremecían la tierra. Ay, Anteo saltó hacia Heracles, o bien éste logro levantarlo. Sin los pies aposentados en lo que conoce, Anteo pierde su fuerza y Hércules, temeroso hasta entonces y jadeante, se vuelve temible y lo asfixia como a un pajarillo indefenso y de mirada herida. Dicen que allí donde fue el duelo, una torre honró a Poseidón al fin y los huesos de su hijo, preso de otra locura, reposaron por la compasión de su semejante, que tanto lo comprendía. Puede que sus manos levantaran la Torre que lleva su nombre hoy, cerca de los acantilados del fin del mundo.
Es inútil buscar vocación o enseñanza en el dictamen divino. Ellos, los Dioses, habitan otros mundos y los mueven otras pasiones; juegan con nosotros por diversión como juega con ellos el destino, en una espiral infinita de causas y repeticiones siempre matizables y sutiles. Sin embargo, cuando uno piensa en Anteo no puede dejar de pensar en tantas buenas mentes y corazones que han caído presos de una obsesión que los eleva y al hacerlo los debilita y quiebra. El beso de la realidad no es el más dulce, pero es el antídoto contra el néctar dulce de la enajenación, que necesitamos tanto como sabemos de su poder destructivo. Quizá no se pueda ser completamente feliz totalmente apegado a la realidad; conjeturo que saltar en pos de cualquier ideal sin contacto con la tierra nos pierde y sepulta.
El mar sigue su reflujo contra la luz de la luna, que lleva hacia un misterioso jardín quizá, donde los huesos y la inmortalidad, las manzanas de oro y la noche se funden con las luces de neón y los faroles de los cargueros en una búsqueda incesante de pasión en la razón y razón en la penumbra, mientras las aves duermen.
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