Escribir es un juego. Cuanto uno puede hacer es tratar de crear ficciones más o menos basadas en sus experiencias y engarzarlas en un ángulo común que les dé un sentido significativo, una luz reflejada propia. Si uno es capaz de atraer a otros hacia esos mundos especulares los lleva a su territorio semidesconocido, en el que el que escribe propone unas reglas y el que lee debe tratar de descubrir otras y crear algunas nuevas. En otras ocasiones, la mayoría, nosotros, dejamos un pequeño rastro, invisible para casi todos los demás. Esos rastros suelen alimentar nuestra propia extrañeza ante lo que deseamos comunicar y lo que transmitimos, la distancia entre la regla del juego y su misma esencia. Escribir es el reflejo en el cristal de las experiencias de la vida, tratar de aprender las normas del juego que nos vemos obligados a llevar a cabo.
Mi realidad, tal y como me es dado contemplarla, es la que sigue: Estoy a oscuras, en el medio de una noche en la que nace un tenue resplandor verdoso. Es el aura de un desierto de hielo que azota un poderoso viento, completamente silencioso. Aunque puedo percibirlo, no esta fuera de mí. No camino sobre él, no floto sobre él. Lo llevo dentro, gélido, más antiguo que yo mismo, indestructible. No obstante, sé que lo es. No es más que una serie de bloques más pequeños que se van desgajando inexorablemente y flotan en una corriente muy profunda, vestigios de una mar helada. Sin embargo, algo une a los bloques en su deriva por el océano. ¿Qué es lo que los une? Quizá un origen inaccesible, quizá un destino inescrutable... quizá solo mi mirada sesgada.
Pienso que el yo es similar. La conciencia personal, la identidad, no es el conjunto de personas que fuimos, ni nuestros recuerdos o las experiencias vividas. Es el nexo invisible, el hilo, la mirada, lo construido sobre los escombros que aún hoy sigue en pie, quien sabe hasta cuando, el ángulo que ofrece una luz compartida a lo separado y oculta lo que no concuerda con esa luz precisa. Es la pregunta acerca de la relación de la isla de hielo primordial y los enormes bloques que se separan pero siguen formando un patrón común con ella, mientras se deshacen lentamente, como recuerdos al sol, el sol que no ilumina esta noche. El yo no es el qué, es el cómo. No el ser, el camino a ser.
Es la regla del juego.
Y el amor, el éxito, la felicidad, la calma, son rayos de luna (ella sí luce) que dejan caer una luz blanca sobre lo que existe y al desvanecerse dejan un brillo fantasmal que se apaga levemente mientras la oscuridad vuelve a envolverlo todo.
No sé quien soy y eso es lo más natural porque en realidad no soy nadie. Siento, cuando pienso en el pasado que no era yo, que de todo empieza a hacer mucho tiempo, que cada nuevo comenzar sepulta lo que había antes y crea novedad sobre lo que muere, una nueva soledad donde empezar de cero. Quizá por eso sea que la muerte se me aparece como otra etapa más, una en la que esa mar ártica dejará de emitir cualquier resplandor y solo quedará un movimiento de flujo y reflujo de olas en completo silencio. Los recuerdos se desharán y lo que atesoré olvidará todos los que fui. Un nuevo juego habrá de comenzar. Ella así lo quiere. Vieja amiga.
Escribir es seguir uniendo en las finas hebras la memoria y el futuro, retorciendo la flecha del tiempo para que apunte a nuestro corazón y haga sangrar de él nuestra imaginación, el arte de combinar nuestros recuerdos. Lego entradas de blog, páginas que se pondrán amarillas, como las fotos y como esos recuerdos mismos, fundiéndose en el océano. Por mucho que la técnica haya aprendido a hacerlos brillar por fuera, el corazón sabe quien fui y se queja. No ha quedado mucho, solo ecos ambiguos y extrañeza del espíritu. Cada uno hace lo que debe hacer. A mí me ayuda escribir de vez en cuando para moldear un sentido, agrupar los que fui con el que soy y los que espero ser en un cendal suave y resistente que agrupar bajo un nombre. Mi otro refugio es el desprecio.
La realidad que los ojos muestran está tranquila y cansada. Las grúas hieren el cielo pero las nubes aún envuelven sus garras con su poder mayor. La bahía las refleja en un pasar lánguido y la luz acaricia con un tono neutro, antes de que atardezca. Pero hay otros mundos. Puede que el bloque original, blanco y latente sea la verdad, una verdad de tono esmeralda, inasible e inaccesible, ajena a las preguntas que un conjunto de seres en el tiempo y en un espacio concreto pueda formular. A lo lejos se ve una tormenta, con rayos que expanden sus ramificaciones contra todo el cielo oscuro. Están lejos, pero nos vamos acercando a ella, en un barco fantasma cuya tripulación lleva dormida apaciblemente desde el principio. Quizá la verdad sea el viento de cola que infla las velas, la única fuerza que permite navegar hacia la tormenta que nos llama. Deberemos llegar; ya ha pasado demasiado tiempo como para mirar atrás.
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