Como cada noche desde hace un tiempo, ella lee hasta tarde. En su cajón descansan papeles viejos, dibujos nuevos, sus documentos, medicinas, recuerdos que pocos saben. Enciende la lámpara y se reclina contra el respaldo de la cama para sumergirse en un libro. Su habitación es una lucecita solitaria en el paisaje de bloques urbano envuelto por la noche y preñado de silencio. Un hilo delicado la une a la habitación donde su hijo duerme, entre posters de viajes espaciales y superhéroes. Cuando ese hilo vibra y algo ocurre, la realidad se espesa y ella puede oír una frecuencia que la llama, para ordenar un mundo que aún debe despertar.
La soledad debe ser esto, piensa. La vida nos lleva por senderos extraños y nunca espera. El café de la mañana, la oficina y la merienda, el esfuerzo de proteger y elevar un santuario, la dulce tarea de enseñar a vivir en una duda perpetua acerca del futuro y las fuerzas propias. El mundo ha cambiado, o lo ha hecho de manera distinta. El miedo se extiende, el futuro muestra sus fauces fieras y en el remolino del cambio la angustia por el bien de otro añade tensión al último pensamiento antes de acostarse.
La ciudad se despertará pronto, La luz azulada se empieza a derramar por el bosque de antenas y grúas. La semana sigue y las noticias nuevas sepultan las viejas en un vórtice de estrés y rencor. En un mundo en el que las voces callan, el poder grita y su impulso puede cubrirlo todo. Pero eso será luego. El sol comienza a lucir asomándose desde el horizonte y la brisa acaricia el deseo. En el desierto espiritual del hoy, un oasis hoy vive con ella y en ella. Los antiguos sabían que la obra de arte brindaba un remedio contra el sufrimiento y el caos, que proporcionaba consuelo ante la tristeza, alivio contra la inmensidad del azar y afirmación en la alegría. Hay personas que hacen arte con sus vidas y con los que la rodean, bien lo sabe ella. Merece la pena, se dice. Estamos viviendo los mejores años de nuestra vida.
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